Eduardo Galeano tenía una virtud innegable: era un gran comunicador. Sus libros siempre encontraron eco galeano1en la gente porque la sencillez de su palabra no imponía barreras artificiales. Desde aquel emblema de la lucha revolucionaria en los tumultuosos años setenta que fue Las venas abiertas de América Latina, que agotó infinitas ediciones, hasta la calidez epigramática de El libro de los abrazos o el aún no difundido Mujeres, el montevideano jamás fracasó a la hora de encontrar lectores. Y semejante popularidad, por otra parte, no fue obtenida con recursos ilegítimos. Si bien, a la hora de las inevitables y tantas veces innecesarias comparaciones, en el Olimpo de la literatura uruguaya quedará muy lejos de los enormes narradores que son Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti, Galeano no será olvidado. Siempre encontrará un lector, porque su prosa transparente no expulsa a nadie. Y además, porque inevitablemente defendió a los débiles y a los humildes, porque se paró del lado de las causas justas, porque emocionó e hizo pensar, porque militó y fue capaz de autocrítica. Porque, básicamente, es lo que merece ser llamado -sin ningún tramposo doble sentido- un escritor del pueblo.

En esta América del Sur tan triste y absurdamente dividida, que todavía no ha aprendido bien la lección de la solidaridad mutua, los libros de Galeano nos recordarán siempre que hay todavía un destino por cumplir, el de la patria grande.

Separados, parece decirnos, no se puede. Ojalá sigamos el camino que sus luminosas palabras señalan.

(*) Periodista (diario La Capital) y escritor. Autor de 5 libros