Quién no ha comprado en el exterior por unos pocos dólares o euros camisas, vestidos u otra vestimenta? ¿Por qué se paga tan poco por productos que en nuestro país tienen un valor absolutamente mayor?

Cuando en Estados Unidos o Europa se ofrece mercadería textil y de buena calidad a precios irrisorios subyace una historia de esclavitud laboral, miseria estructural y lo peor de la condición humana.

En un impactante informe periodístico difundido hace unos días por la televisión pública alemana, la Deutsche Welle, un equipo de periodistas viajó a Bangladesh para entender por qué productos textiles fabricados en ese país inundan los negocios alemanes a precios tan bajos.

Un poco de historia. Bangladesh, luego de la partición del subcontinente indio entre Pakistán y la India en 1947, se estableció como una provincia pakistaní del este, separada por 1.600 kilómetros de territorio indio. Recién en 1971 logró su independencia y hoy es un Estado soberano de 156 millones de habitantes, mayormente de religión musulmana. En el mismo año de su nacimiento como nación independiente, recibió la solidaridad mundial a través del mítico «Concierto para Bangladesh» organizado en el Madison Square Garden de Nueva York por George Harrison para recaudar fondos para el país. Fue el primer show benéfico de ese tipo del que participaron también Bob Dylan, Eric Clapton, Ringo Starr y otras estrellas del rock.

Pese a los esfuerzos de la comunidad internacional y la solidaridad a lo largo de los años, Bangladesh es hoy uno de los países más pobres del mundo, aunque en las últimas décadas su economía viene en ascenso. El nombre de Bangladesh se ha transformado en el ícono de la miseria más absoluta, así como en su momento la sola mención de Líbano refería a la violencia, destrucción y muerte por la tragedia de la guerra civil que sufrió ese país del Medio Oriente. Ya en estas latitudes, se recuerda la comparación que hizo hace unos años una política santafesina sobre el Distrito Oeste de Rosario, al que calificó de «Bangladesh» por sus precarias viviendas y pobreza.

Viaje al horror. Retomando la historia que fueron a desentrañar los periodistas alemanes en Bangladesh, se pudo entender un poco más cómo los países centrales disfrutan de prosperidad y adquieren productos a bajo precio a expensas de un submundo inenarrable y sólo posible de creer a través de la lente de una cámara.

En Bangladesh hay varios miles de fábricas textiles que proveen de mercadería principalmente a Estados Unidos y Alemania. Para el país significa casi el 80 por ciento de sus exportaciones y totalizan una nada despreciable cifra de 19 mil millones de dólares anuales.

Detrás de estos números hay unos cuatro millones de personas que trabajan en esas industrias textiles por 17 centavos de euro la hora. Las jornadas laborales son de 14 a 16 horas, seis días a la semana, y llegan a siete cuando hay mucho trabajo. Así, un salario mensual puede alcanzar alrededor de 60 euros (unos 1.100 pesos argentinos). Las mujeres, mayormente empleadas en las fábricas, no cuentan con vacaciones, aguinaldo ni jubilación. Viven en verdaderas taperas sin sanitarios, precaria electricidad, piso de tierra y techos de chapa por las que pagan 29 euros al mes. A sus hijos, apenas están en condiciones de trabajar a pesar de la corta edad, también se los introduce en esa forma de esclavitud moderna.

Además, existen grandes curtiembres que son empleadoras de mano de obra, infantil incluida, que exportan cueros de calidad. Allí se introduce la toxicidad propia de la industria, ubicadas en medio de aguas contaminadas donde se arrojan los residuos y vive la gente. Un horror indescriptible.

Pese a lo denigrante de las condiciones de trabajo, las mujeres que están ocupadas en las fábricas se sienten afortunadas porque hay cientos de otras que llegan todos los días del interior a la capital del país, Dacca, en busca de trabajo. En el interior del Bangladesh los vientos monzones causan lluvias torrenciales e inundaciones que año a año dejan sin vivienda a miles y miles de personas que no tienen otra alternativa que emigrar a la ciudad. La llegada de los trenes a la estación central de Dacca es un panorama aterrador: chicos de corta edad, huérfanos, que viajan solos en los techos de los vagones. Madres con bebés en sus brazos que no tienen nada y no saben si van a comer ese día terminan durmiendo en la calle a la espera de conseguir al menos un salario miserable en las textiles. Como en la película indio-británica «Quién quiere ser millonario», que ganó ocho premios Oscar, niños mendigos con discapacidades físicas son un paisaje común. Tal cual lo muestra el filme, no se sabe si los daños en la vista o en los miembros fueron infligidos por mayores tenebrosos e inescrupulosos que abusan de los menores para explotarlos en las calles en la mendicidad.

El 24 de abril de 2013 un edificio de ocho pisos que alojaba a cuatro fábricas textiles se derrumbó y causó la muerte de 1.100 trabajadores, en una de las peores tragedias industriales de la historia moderna. El edificio había sido denunciado por deficiencias de estabilidad pese a lo cual nunca fue evacuado por precaución. Lo importante era la producción de mercadería y el abastecimiento de los comercios en los países centrales.

Las empresas. El informe periodístico de la televisión pública alemana no sólo se quedó con la información que recogió en el terreno y a su regreso intentó indagar entre los empresarios de su país por qué compraban mercadería producida en esas miserables condiciones laborales. Algunos ejecutivos rehuyeron la convocatoria a dar explicaciones y otros no. Uno de los responsables de una gran tienda, que también tiene sucursales en la Argentina, utilizó un argumento increíblemente pragmático para eludir responsabilidades. «Esto es como cuando se lleva el auto para que el concesionario oficial le haga el service. No sabemos cuánto se le paga al mecánico», dijo con un cinismo pocas veces visto.

En el país donde ese ejecutivo atiende su vehículo, Alemania en este caso, hay leyes laborales que el Estado hace cumplir, cosa que en Bangladesh si existen son violadas en forma permanente.

Una de las más exitosas tiendas europeas de bajo costo, la cadena alemana KIK, asegura en su código de conducta empresaria, que se puede leer por internet, que sólo se provee de fábricas extranjeras que respetan las leyes laborales internacionales e incluso envía a sus propios auditores para verificaciones en el terreno. ¿Entonces, cómo pueden vender al público ropa por pocos euros? Según la empresa su política de fletes, que es vía marítima y no aérea, y su forma de comercialización explican los bajos costos de la mercadería que llega al público.

En la Argentina. El país no está exento de esta peculiar forma de esclavitud moderna que afecta, en estas latitudes, mayormente a inmigrantes de países limítrofes. Bolivianos, peruanos y ciudadanos de otras naciones trabajan a destajo por valores miserables en talleres clandestinos donde viven hacinados y en condiciones infrahumanas. En Buenos Aires, cuando las autoridades parecen tomar conciencia, cada tanto se descubre el horror.

En Rosario, hace unos meses, se encontró en la zona sur a un matrimonio boliviano que explotaba a once personas de esa misma nacionalidad en un taller textil donde confeccionaban ropa de marcas conocidas. Si se investigara a fondo en todo el país, seguramente aparecerían más lugares como estos.

Lo particular del caso argentino, a diferencia de otros países que usufructúan mano de obra regalada, es que pese al bajo costo de producción de la ropa, el público la paga cara igual y a valores más altos que en Europa o Estados Unidos. Un clásico criollo de doble abuso, del trabajador y del consumidor.

¿Qué hacer? La Unión Europea ha amenazado últimamente a Bangladesh con quitarle las exenciones arancelarias a sus exportaciones textiles si no mejora las condiciones laborales de sus trabajadores. El país asiático se ha comprometido a hacerlo, pero sabe que si se aumenta el costo de producción de la mercadería, los empresarios de las grandes cadenas comerciales occidentales buscarán otras fábricas dispuestas a proveerlos por monedas. Varios países africanos son un destino posible, porque están dispuestos a reemplazar a la mano de obra asiática. En ese caso, millones de trabajadores de Bangladesh se quedarían sin el magro sustento que al menos les alcanza para alimentarse, aunque lo consigan en condiciones de casi esclavitud.

Si las condiciones laborales mejoraran y la mercadería aumenta, los habitantes de los países ricos abandonarían la fiebre consumista porque seguramente no querrían pagar más caro por lo mismo. Así, el círculo también se cerraría y afectaría al más pobre.

¿Cómo terminar con esta degradación de la condición humana? Cada lector, seguramente, tendrá su propia respuesta.