-¿Qué es el tiempo? La respuesta la he dado simplemente alguna vez en un escrito y la reitero hoy: el tiempo, al fin y al cabo, no es más que una medida creada por el hombre, una suerte de mojón que le sirve de referencia. El tiempo existe porque existe el hombre, pues un árbol, un pájaro o un tigre, de tiempo no saben nada ni les interesa saber. Pero hay algo que sí existe más allá del hombre, y esto es la vida. Podría no haber seres humano, pero habría vida.

De modo tal que cuando se dice “¡cómo pasa el tiempo!”, en realidad se manifiesta o se alude a  una entelequia, a una ilusión, porque lo que realmente pasa es la vida. Y es válido eso de que la energía vital se desliza sigilosa y raudamente. Hace ya bastante vida (porque no quiero  decir tiempo), al recordar a Charles Baudelaire, escribí: «Entre ciertas criaturas distantes, y desencontradas sus naturalezas, hay, sin embargo, en algún lugar de la diferencia, un punto común, algo en que coinciden las disímiles esencias…»

Sí, de ese escrito ha pasado ya bastante vida y mucha más desde que el primer ser humano irrumpió sobre la Tierra. Y todo sigue igual. Hace unas horas pensaba en esos seres que conocí y que ya no están, en esos que amé y que partieron, en esos, incluso, que jamás vi y que imagino.

La vida pasa sigilosa y raudamente y, con frecuencia, casi siempre en la historia del ser humano, actuamos como si no pasara, como si la existencia se detuviera a esperar que despertemos del error, de la imbecilidad, de lo vano, de lo que no sirve para nada, de lo que destruye, de la discordia.

En uno de sus poemas Baudelaire dice:  “En las noches de invierno es amargo y es dulce / escuchar, junto al fuego que palpita y humea, / como se alzan muy lentos los recuerdos lejanos, / al son de carillones que suenan en la bruma…” Y Sigue: “Pero mi alma está hendida, y, cuando en sus hastíos, / quiere poblar de cantos la frialdad nocturna, / con frecuencia sucede que su cansada voz / semeja al estertor de un herido olvidado, / junto a un lago de sangre, bajo un montón de muertos, / que expira, sin moverse, entre esfuerzos inmensos”.

Por la vanidad del hombre, que supone que dispone de vida eterna en este espacio físico, se suceden mil y una injusticias. “¡Yo, el eterno, el impune, el intocable, a quien nada le puede pasar y quien todo lo puede vivir!” Toda una inmensa necedad mientras le pasa la vida silenciosa y rápidamente.

Si el ser humano comprendiera cabalmente que aquello que hoy es mañana mismo puede ser no más que deshecho para la sepultura, tal vez llegara a preguntarse: ¿cuándo, en qué parte de la vida, nos encontraremos los hombres, aún con nuestras diferencias, en el punto común de la verdad, del amor, de la justicia, de la paz? En ese mismo interrogante comenzaría el derrotero hacia esa simple respuesta (ahora mismo) que determina el buen  destino humano, más allá del espacio y el tiempo.