Hay muchos silencios o no hay ninguno, porque el silencio, en el ser humano, es como el tiempo: una percepción. La percepción del silencio los hombres la comparten con las demás criaturas a través de sus sentidos, en cambio el tiempo es una percepción sólo del hombre por su condición de racional. Por eso mismo, el hombre no sólo percibe el tiempo, sino que lo transforma en medida.

Los animales no saben de tiempo, pero sí de silencios. Y hay tantos silencios como espacios, criaturas, circunstancias y emociones.

Está el silencio del espacio celestial, el de la profundidad del mar, el de la noche, el de la tristeza encerrada en un cuarto, el de una criatura privada de su libertad. En fin, infinidades de silencios.

Y así como hay un silencio en el dolor, hay también un silencio en la resiliencia, en la capacidad de todo ser viviente de recuperarse del golpe, del trauma, de la adversidad, de aquello que lo entristece.

Improvisado en una noche silenciosa, improvisé sobre un papel la historia del silencio de una criatura marina, bella, acostumbrada a aguas no profundas y atrapada en un foso oscuro…

“Calmada, sigilosa, esperanzada, nada con lentitud y delicada cadencia por la profundidad oscura del abismo. Está atrapada, pero no desespera. No ha perdido la fe y va de un lugar a otro, prudente, buscando la salida. Unos ojos hechos de no materia la observan, siguen sus movimientos. Pareciera que la criatura estuviera vinculada por un cordón de oro invisible e intangible al espíritu de esos ojos que son de nada, hechos de sustancias de otro espacio sin espacios, de otro tiempo sin tiempos, de una dimensión misteriosa, inalcanzable e irreconocible.

Y así, por horas, la bella criatura permanece atrapada en la oscuridad del abismo. Ella, que fue hecha para la luz, para que la creación se asombrara al ver sus colores reflejados por el prisma natural, está allí, atrapada en la oscuridad de lo desconocido e intimidante.

Nada prisionera en un espacio que nunca fue el suyo, pero la angustia no la amedrenta, no la abate, no la bloquea. Nada buscando la salida, sosegada en la adversidad, esperanzada y no desesperada, mientras los ojos siguen sus ondulantes movimientos que son maravillosos efectos de una sinfonía universal.

De pronto, como por arte de la perseverancia y de la fe, descubre un punto luminoso pero diminuto. Sin dudar enfila hacia él. Ahora sus movimientos hechos por la sinfonía del universo se hacen más rápidos, su precoz alegría que viene de su esperanza se derrama por el abismo y el orificio se hace grande: más, más y más, hasta convertirse en luz bendita.

Ha llegado a su espacio, es libre. Mira regocijada todo a su alrededor mientras prodiga colores al mar y sus criaturas. Una paz indecible la envuelve, mientras los ojos hechos de no materia se cierran para ella y se abren para otra criatura, en otro mar, en otra oscuridad”.

La historia de esta bella criatura, de este pez, es ficticia y no lo es, porque hay seres que son resilientes por naturaleza, instintivamente. Instintivamente o no, porque también la resiliencia que es la voluntad del ser viviente, está conectada a la voluntad del Ser Superior que es Fuente de Vida y que desea la vida para sus criaturas. La resiliencia, es decir la suerte de resurrección de entre la adversidad, se hace de calma, de fe, de amor y también, para algunos, de oración, de esa unión con la Fuente de Vida a través de un cordón de oro invisible, intangible, maravilloso.