Por Carlos Duclos – Texto enviado en tiempo real desde el mismo tren en medio de la frontera entre Francia y Holanda

El tren va rápido, muy rápido. Más rápido incluso que mis pensamientos. Mis neurotransmisores, aún cuando se esfuerzan, no alcanzan la velocidad de 320 kilómetros por hora, o un poco más, de este rápido que me lleva de París a Amsterdan. Pero no me amilano, no me resigno a no pensar. Pensar en mi Patria, en mi provincia, en mi Rosario.

asientosY para pensar mejor y no tener que escuchar a dos amables francesas parlanchinas que no dejan de cotorrear, me he colocado los auriculares y me he puesto a escuchar (como siempre) a Alan Parsons y esa melodía que tan bien va conmigo: “El silencio y yo”. Pero, como siempre, mis silencios, que son pensamientos, se vuelven palabra escrita. Se preguntará el lector qué cosas he pensado. Pues, trivialidades en verdad. Pero trivialidades que de tan triviales que parecen son asuntos importantes para la vida. He querido responderme a un par de preguntas: ¿Por qué en mi Patria no hay trenes rápidos, cómodos, en donde el ser humano viaje como eso, como lo que es y no como ganado que es llevado al matadero? ¿Por qué en mi ciudad no hay un tranvía eléctrico que pase cada dos minutos como el de Estrasburgo, con seis o siete vagones espléndidamente construidos y de excepcional confort? ¿Por qué en mi Patria hay villas de emergencia, hambre, salarios de aflicción, jubilados tristes, planes indignos en lugar de seguros de desempleo? ¿Por qué en mi ciudad no hay calles sin baches como en París y sin esa mugre horripilante y nauseabunda que se advierte en cada rincón de mi querida Rosario? ¿Por qué en mi país no puedo hablar con mi celular libremente en la calle sin temor a que me lo arrebaten y me maten sin remisión? Y las preguntas siguen.

¿Es que acaso mis queridos franceses y esta Francia a la que quiero tienen mejores tierras? ¿Son  estos galos más talentosos que nosotros, los argentinos?

amsterdanY he encontrado para tales interrogantes en mi viaje a Amsterdan una respuesta, un tanto singular por cierto, pero me la quedo (después de todo es mi respuesta). Es que los argentinos hemos recibido una tierra de promisión. Sí, sí, como lo digo, tierra de promisión. Pero ocurre que hemos decidido vivir en una burbuja, en una burbuja de estricto orden personal. En esa burbuja cada persona es el núcleo, lo central y en ella habitan los seres más cercanos, más amados. Y aún con distintos grados de intensidad, cada argentino vive (vivimos, me incluyo) para la propia burbuja, para la pompa individual, las de los demás -si estallan- poco importa. Es mentira que los argentinos seamos un pueblo solidario. Esas son puras macanas. El argentino es, en general un mezquino burbujeante quien de vez en cuando, y cuando las circunstancias extraordinarias lo llaman, lava sus culpas con un acto solidario. Pero en lo cotidiano el argentino es un mezquino, un admirador de “la viveza criolla” que consiste en sentirse halagado porque jode a otro. Por eso tira la botella vacía en medio de la calle, o la basura adonde le quede mejor, o si no ve a nadie que lo controle pasa el semáforo en rojo, o se mete primero en la cola. Si es empleador tiene a su empleado en negro o le paga lo menos posible y si es empleado puede que pase parte de enfermo porque tiene que hacer sus cosas personales. amsterdan1

Y ni hablar del líder argentino. El líder argentino no es líder, es un corsario disfrazado de político que por lo general si hace algo (si hace algo) lo hace por amor al voto, pero nunca por amor al prójimo. Lo más trágico, es que llegan a la cúspide del poder los mediocres y los que trabajan para la “burbuja corporativa”. Porque también están esas otras burbujas sectoriales. Son grandes burbujas políticas, empresariales, gremiales. En esas grandes burbujas, como en las pequeñas, cada uno hace lo mejor que puede el… “Al Don Pirulero”, cada cual  atiende su juego ¿Y los demás? Los demás…

Por eso los argentinos estamos como estamos, porque vivimos en una burbuja y para la burbuja. Cuando salimos de ella el otro (su vida y su destino) es ignorado ¿Acaso no lo observa el lector en la calle? ¡Y guay si el otro no piensa como nos! Entonces el otro ya no es otro, es el propio demonio hecho carne al que hay que mandar a la hoguera de la condena. Hay excepciones, claro, muchas seguramente. Pero si la realidad es esta, no es por mera casualidad ¿O sí?

(Acompañan a este texto imágenes del interior del tren a Amsterdan; los tranvías eléctricos de Estrasburgo en la noche de Navidad; la estación del Metro “Artes y Oficios”, del barrio Le Marais, decorada según la naturaleza de las artes barriales y un barquillo de pasajeros que surca las aguas del río Ill, un afluente del Rin, en Estrasburgo).