Por Candi

-En la noche fría de París, querido Inocencio, escuché una conversación entre dos hombres que estaban sentados, tomando una copa en el café de la Paz.

-¿De qué hablaban?

-Lo recuerdo perfectamente. Escuche:

*Como le decía, querido Maurice, toda la creación es un holograma, una proyección de la mente de un Orden Superior, de la Primera Causa, eso conocido como Dios. La mente divina es no sólo perfecta, sino además infinitamente extraordinaria, elevada para ser comprendida por nosotros. Y aun cuando tiene minúsculas semejanzas con la mente humana en ciertos aspectos, no es posible imaginar su poder y perfección. Cuando el hombre recuerda, sólo memora algo que fue o que sucedió y que ya no es ni sucede. Pero un  recuerdo de Dios es una manifestación de algo que siempre está en su propia naturaleza. Algo que no tiene principio ni fin.

*Explíquese mejor, Pierre.

*Grábese esto y téngalo presente siempre, Maurice: todo lo que fue, es y será está siempre en Dios, forma parte de su naturaleza, de su sustancia. En Dios nada nace, todo, siempre, estuvo en El. Por tanto, no puede morir en Dios lo que no ha nacido en El, lo que siempre ha sido.

*Usted quiere decir que la muerte es inexistente.

*Exacto. Y como nuestro espíritu no está desvinculado de El, sino que forma parte de su magnífica estructura, es imposible que muera. El «yo» espiritual, que es el yo más importante, verdadero y trascendente, es eterno. Y la suma de todos los “yo”, es decir los “yoes o yos”, constituyen el «El». Por eso hay muchos que dicen bien: Dios está en nosotros y nosotros en Dios.
*Entonces usted insiste en que ella no murió.
*No, sólo ha regresado al lugar de donde provino. Como acontecerá con nosotros, amigo, cuando hayamos hecho aquello que debemos hacer y para lo cual somos imaginados.
-En la mesa había una muchacha, Inocencio, al parecer su nombre era Rachel, una joven  profesora hebrea que había llegado a París para dar unas clases de filosofía. Ella garabateaba en una servilleta de papel una suerte de poesía que era más nostalgia que pieza literaria y que le leyó a los hombres que, seguramente, eran docentes de La Sorbona: «Cómo te extraño Jerusalem, / pero a ti regresaré, ciudad amada, / mientras mi lamento aquí / se hace muro desconsolado…»
-¿Y qué pensaba usted, Candi, mientras escuchaba esta charla sobre Dios y nosotros, los holagramas y sobre una mujer muerta y extrañada?
-Pensé que posiblemente todas las criaturas no somos más que personajes de una extraordinaria novela escrita por Dios, que estamos mientras Èl escribe y nos mantiene vivos en su divino texto para algo. En ese momento, amigo,  me sentí feliz con la copa de cognac que tomaba ¡Con qué poco se da cuenta! Incluso me hizo bien esa dulce nostalgia que surgió al preguntarme adónde estaría aquel que fuí y que ya no era, en qué perdido capítulo de la fabulosa historia divina. Al terminar la copa pedí otra, mientras sentí un inmenso regocijo al reconocer que Dios estaba aún escribiendo sobre mí en su portentoso libro. Inmediatamente después concluí en que si algo había hecho en mi existencia no era suficiente, que si Dios seguía dándome participación en su novela era porque esperaba más de mí, uno de sus personajes. Y he pensado qué debo hacer, y he formulado la pregunta en voz alta que ya es una forma (aunque imperfecta e insuficiente, lo sé) de hacer.