Por Florencia Vizzi

“Mi nombre es David Galante, soy oriundo de la isla de Rodas, soy sobreviviente del campo de exterminio de Auschwitz, y como tal, estoy aquí para contar lo que vi”.

David Galante tiene 92 años. Nació en abril de 1927 en la isla griega y formaba parte de la comunidad judía sefaradí, junto a sus padres y sus cuatro hermanos. En 1944, fueron arrastrados a uno de los horrores más grandes de los que la humanidad haya sido testigo, el campo de concentración de Auschwitz, el mayor centro de exterminio de la historia del nazismo.

Sobrevivió al holocausto, “casi por milagro”, según su testimonio, y por cincuenta años fue incapaz de pronunciar palabra sobre lo que sus ojos vieron.

Sin embargo, hubo un momento… un día… el día de la “verdadera liberación”, en que por fin pudo nombrar el espanto del cual había sido testigo y convertirlo en testimonio para que el mundo “no lo olvide y no lo repita”.

Antes de comenzar la entrevista, David quiso leer, esa fue su propuesta: “Yo tengo un texto con la historia de mi vida, y quisiera leérselo. Y en todo caso, cuando termino, usted me pregunta”.

Entonces, la voz cavernosa de ese griego sefaradí comienza un recorrido incesante, desde el otro lado de la línea, por  cada uno de los detalles que el horror grabó en su memoria. Galante habla pausado y sin detenerse y enumera, en un relato impiadoso que parece no tener fin, el frío, los golpes, el hambre, la muerte, los crematorios, las cenizas, las cámaras de gas, los cuerpos colgados, el miedo…

Cuando finalmente David hace silencio, todas las preguntas parecen estar demás, o  suenan huecas, o superficiales. Sin embargo, el hombre que acaba de describir descarnadamente  toda la brutalidad de la que es capaz la raza humana se muestra, a pesar de sus 92 años y de sus cicatrices, dispuesto y paciente. Y dice, con el mismo tono grave y la voz rasposa: “Esto es más o menos lo mío, ahora le toca a usted”.

—¿Cómo fue llevado de Rodas a Auschwitz?

—En 1943 los alemanes ocuparon la isla de Rodas. Y en 1944, llegó una comisión de oficiales nazis encargados de la llamada “solución final”. Ellos nos ordenan reunirnos a todos los judíos en un edificio con nuestros bienes y nuestras joyas. Y allí, con golpes y patadas nos sacaron todo y ya  no pudimos salir más. En Rodas no había mucha información y no estábamos muy al tanto de lo que pasaba en el mundo… vivíamos  como en un paraíso…hasta que llegaron los nazis, ahí empezaron nuestros problemas. Después, nos cargaron en tres barcazas, todos juntos hacinados sin agua y sin comida, hasta el puerto de Pireo. Era un viaje que, normalmente se hacía en medio día, pero a nosotros nos llevó siete días llegar. Las fuerzas aliadas estaban por todos lados, así que sólo viajábamos de noche, durante el día el barco se escondía entre las islas.  Dos días después nos subieron a los trenes y nos mandaron a Auschwitz.

—¿Cómo fue ese viaje? ¿Sabía lo que les esperaba?

—No sabíamos mucho. Eran vagones de carga, totalmente cerrados. Recuerdo la inscripción en los vagones: ‘Caballos 8 Personas 80’. Nos encerraron ahí, había una rendija muy pequeña por donde apenas entraba el aire. El viaje duró 12 días… el tren paraba cada tres días y abrían las puertas para que pudiéramos bajar los cuerpos de los que iban muriendo en el camino.

—¿Recuerda cómo fue el día en que llegó?

—Sí… en cuanto llegamos, abrieron los vagones y nos hicieron bajar a los palos y nos pusieron en fila. Y ahí había unos nazis, delante nuestro que, a medida que íbamos pasando iban haciendo señas para que nos pongamos a la izquierda o a la derecha. Los que iban a la izquierda iban a trabajar, los que iban a la derecha iban a las cámaras de gas y a los crematorios. Así que del grupo nuestro, de 1800 que éramos, unos 300 quedamos para el trabajo, el resto los eliminaron desde el principio, entre ellos mis padres.

—¿En ese momento, ustedes sabían lo que pasaba allí?

—No, no tenía idea. No teníamos idea… lo supimos después, cuando empezamos a ver… Y de esos 300 que habían sido elegidos para el trabajo, al final, sólo sobrevivieron 160. El resto murió, trabajando, de hambre frío, de las muchas enfermedades… Al poco tiempo de estar allí, nos dimos cuenta de lo que pasaba en los crematorios, el viento traía las cenizas y se nos venían encima los restos de los cuerpos.

 “Vi como grababan un número en mi brazo, el número para reemplazar mi nombre y mi identidad: B 7328”.

—¿Cuánto tiempo estuvo en Auschwitz?

—Estuve poco tiempo, unos 7 meses. Si hubiera estado más seguro que no habría podido sobrevivir. Te hacían trabajar mucho, no había casi comida ni descanso. De a poco nos íbamos debilitando y te mandaban a los crematorios cuando ya no podías trabajar más.

—¿Toda su familia falleció en el campo de concentración?

—Mi madre, mi padre y tres hermanas. Sólo se salvó un hermano.

—¿Cómo era el día a día?

— No había ninguna esperanza, uno vivía el día a día, tratando de conseguir un pedazo de pan o un poco de ropa, robada a otros cuerpos, para no sentir tanto frío. Uno veía los cuerpos colgados por todo el campo… y las cenizas Todos los que estábamos allí estábamos seguros de que íbamos a morir. De un momento a otro. Lo que nos quedaba era un día más de vida.

«En Auschwitz comencé a ver lo que nunca debía haber visto, lo que nunca nadie verá y lo que nunca nadie debería olvidar».

Poco después de que decidiera romper su silencio, David decidió que tal vez pudiera escribir su historia. Así, durante años trabajó junto a su ahijado, Martín Hazan y entre los dos dieron forma al libro “Un día más de vida”, publicado en el año 2007 con prólogo del juez Daniel Rafecas.

Una y otra vez, en conferencias en universidades, fundaciones y escuelas, Galante vuelve a esa expresión, probablemente el reflejo más claro de aquella época… “a veces, un pedazo de pan, era un día más de vida, y eso es todo lo que teníamos”

Usted estuvo en varios momentos al borde de la muerte, una de esas veces fue golpeado hasta perder el conocimiento por los soldados nazis, que luego lo abandonaron en la nieve. En otra ocasión los guardias lo empujaron al fuego y se quemó los pies y luego sufrió una gran infección… ¿Que piensa que lo sostuvo con vida? ¿Cómo cree que logró sobrevivir a la barbarie y mantenerse vivo?

—No sé cómo llamarlo, si fue suerte, si fue el destino, si fue una mano mágica…no lo sé. Cuando me liberaron, yo pesaba 38 kilos, era una bolsa de huesos, creo que sobreviví de milagro…cuando salí de allí estuve dos meses internado.

—Usted es judío y era un hombre religioso… ¿Cómo fue su relación con su fe y con Dios en esos días tan tremendos?.

—La verdad es que en esos días yo no pensaba en nada, no me planteaba esas cosas. Lo único que pensaba era en sobrevivir, en lograr pasar un día más. Era un mundo completamente oscuro. Era un ocaso el mundo como estaba y uno no podía pensar en nada más que en intentar salir con vida.

—¿Fue testigo cuando el ejército soviético llegó a Auschwitz? ¿Recuerda que sintió ese día?

—La verdad es que creo que no sentí nada, esa es la verdad. Estaba moribundo…los que quedábamos estábamos desahuciados y creo que no teníamos conciencia real. No sentimos esa liberación. Yo salí a duras penas de allí y me llevaron a un hospital donde estuve dos meses, hasta que me curaron, en parte, porque aún tengo las secuelas de esas quemaduras. Yo estaba en la enfermería, que era la antesala de la muerte, porque cuando uno entraba allí ya sabía que no volvía más. Justo en ese momento llegó la orden de evacuar los campos y de no dejar evidencias porque las tropas rusas estaban muy cerca. Pero el médico que estaba allí, me dijo que mejor me quedaba en la enfermería porque en el estado en que estaba no iba a llegar a ningún lado. Así que ahí me quedé y esa fue mi suerte, porque en el camino fueron matando a la mayoría. Eran lo que se conoció después como las marchas de la muerte, cuando se sentaban a descansar o se dormían en el camino, les disparaban. Fueron muy pocos los que sobrevivieron y llegaron a otros campos.

“Recuerdo de manera recurrente algo que escuché, una y mil veces en las voces de los desahuciados y que todavía retumba en mis oídos. Decían: ¡salgan, sobrevivan, sálvense, aunque más no sea para contarle al mundo lo que vieron”.

—¿Qué pasó después? ¿Cómo logró reencontrarse con su hermano?

—Al terminar la guerra volví a Rodas, y estando allí escuché un día, en la radio Vaticana que pasaban durante todo el día nómina de los sobrevivientes, el nombre de mi hermano. Yo lo daba por muerto, y me vengo a enterar que estaba vivo por la radio. Así que fui a buscarlo a Roma.

“Vi cuerpos muertos desparramados por el suelo, primero uno, luego diez, cien… Vi los crematorios echando el humo negro por sus chimeneas, y no quise ver allí a mis padres, hermanos, amigos, sobrinos, abuelos, que el viento apenas alcanzaban a desparramar. Vi tratando de no ver y esa fue mi única manera de sobrevivir”.

Un barco de Roma a la Argentina

El 12 de julio de 1938, el canciller José María Cantilo dictó la Circular 11, firmada por el entonces presidente, Roberto Ortiz, el 28 de julio de 1938.

La Circular 11 decía que no se podían otorgar visas a personas que hubiesen sido expulsadas de su país por sus ideas políticas u origen racial. En otras palabras, prohibía el ingreso de los judíos sobrevivientes a la Argentina. Asimismo, se les prohibía a los diplomáticos argentinos mencionar la existencia de la circular a quienes se les negaba la visa y a los gobiernos acreditados, aunque fue muy bien recibida por algunos sectores católicos  y nacionalistas.

Dicho decreto fue derogada recién en junio de 2005, por el entonces canciller Rafael Bielsa.

—¿Cómo llegó a la Argentina?

—Nosotros teníamos otro hermano, que hacía muchos años que vivía en la Argentina, desde antes de la guerra. Cuando supo que estábamos vivos, quiso traernos. Pero en esa época no daban permisos a judíos. Pero nuestro hermano insistía. Así que, tuvimos que venir de contrabando. Él tenía un amigo que era comisario en un barco de carga que estaba próximo a llegar a Bari.  Nos pusimos de acuerdo y cuando el barco llegó, el comisario nos metió de contrabando en su camarote. Como el camarote era también la comisaría del barco, un lugar dónde entraba y salía gente a cada rato, nosotros viajábamos escondidos en el ropero, con la puerta apenas entreabierta. Al mediodía, la comisaría se cerraba y nosotros podíamos salir un ratito. Y a la tarde volvíamos al ropero hasta la noche, en que nuevamente podíamos salir. El viaje duró cincuenta días, hasta tocar puerto argentino… pero para nosotros todo esto era como un hotel cinco estrellas, después de todo lo que habíamos pasado. Lo peor que nos podía pasar era que nos manden de vuelta a Italia. Ya no teníamos miedo de nada. Cuando llegamos, los familiares de la tripulación subieron al barco a recibirlo, y nosotros nos mezclamos con los familiares del comisario. Hubo un mozo que reparó en nosotros, pero no dijo nada y todo salió bien.

—¿Qué pasó después?

—Estuvimos dos años trabajando sin documentos en distintas cosas. Hasta que un día salió un decreto para que todos los que estaban en el país trabajando ilegalmente pudieran legalizar la situación. Entonces, mi hermano y yo nos presentamos. Pero cuando empezaron a preguntar de dónde veníamos y como habíamos llegado, empezaron a sospechar. La policía empezó a investigar, a interrogar a la tripulación del barco y allí se enteraron que habíamos entrado de contrabando. Y nos condenaron a 15 días de prisión en la cárcel de Devoto. Cumplimos la sentencia y finalmente, al salir, nos dieron los documentos y ya nos instalamos definitivamente en la Argentina.

—Entonces comenzó otra vida ¿no?

Sí. Yo quería olvidar todo lo que había pasado y tratar de hacer una nueva vida acá. Y lo hice, empecé a trabajar, me casé, tuve dos hijos y dos nietos, maravillosos todos, y aquí estoy.

—David, usted pasó casi 50 años sin hablar de todo esto, 50 años en silencio. ¿Por qué cree que le llevó tanto tiempo poder contar su historia y hablar del horror vivido?

—Creo que es porque tenía que madurar, tenía que hacer la resiliencia. Eso fue lo que pasó, y cuando por fin pude hablar, después de 50 años, cuando pude hacerlo, todo fue de otra manera. Mi vida fue distinta, como una liberación. Como si mi liberación real hubiera sido cuando pude empezar a hablar. Además, no había muchos que quisieran escuchar lo que teníamos para decir, no creían lo que contábamos, así que opté por el silencio. Era un tema tabú. Ni siquiera lo pude hablar con mi hermano, pese a que nos salvamos juntos y vivimos el mismo horror. Nunca pudimos hablarlo el uno con el otro. El falleció y nunca yo supe lo que le pasó a él. En el año 95 salió la película La lista de Schindler, y cuando vi esa película, sentí que ya era hora de contar mi historia.  Y desde aquel entonces, cada vez que puedo, cada vez que alguien quiere escuchar, cuento lo que he vivido. He ido a escuelas, universidades, fundaciones, hasta los reyes de España me recibieron.

—¿Pudo volver a Rodas?

—Pude volver dos veces a Rodas. La primera vez, cuando terminó la guerra, pero fue muy doloroso porque no estaba preparado. La segunda vez fue distinta, fuimos con un grupo de sobrevivientes de Rodas, con los que levantamos un monumento a las víctimas en la plaza principal. Esa vez fue distinto, fue muy difícil, pero ya estaba listo para enfrentarlo.

—Por último David, ¿qué cree usted que es importante decir?

—Lo que siempre digo, que el mundo debe reflexionar y debemos intentar que no se vuelva a repetir. Nosotros damos testimonio para que cada vez sean más lo que luchen para que éstas cosas no se repitan.

“Estoy seguro que no hubiera visto todo esto si el mundo no hubiera estado mirando para otro lado mientras estos sucedía.

Lo que estos ojos vieron, nunca lo podrán olvidar. Y lo cuento porque aún resuena en mis oídos una voz , muchas voces, las voces de aquellos moribundos que con su aliento apenas alcanzaban a decirme: no te entregues David, no te entregues, sobreviví para contarle al mundo lo que viste aquí, que no quede impune esta tragedia, que nunca olvide el hombre por qué acabaron nuestras vidas”.

Fotografía: Blog de  alejandrogorenstein.com.ar