Por Rubén Alejandro Fraga

“Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad”. La cita del escritor francés Julio Verne, el mayor visionario de la literatura universal, de cuya muerte se cumplen hoy 112 años, fue un desafío con tintes de premonición.

Considerado uno de los novelistas más importantes de su época y el padre de la ciencia ficción moderna, Verne combinó en sus libros la exploración geográfica y la fantasía en un cóctel magistral que cautivó a numerosas generaciones de lectores.

Con historias asombrosas donde el escenario de la aventura fue trocando desde las profundidades de los océanos hasta el centro de la Tierra o el espacio cósmico, supo despertar el interés del lector por la ciencia y los inventos.

Pero, además, predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo XX. Una suerte de profeta tecnológico por cuyas novelas desfilaron, mucho antes de que se hubieran inventado, submarinos eléctricos, escafandras para el buceo autónomo, helicópteros, cohetes espaciales, imágenes en movimiento, misiles dirigidos, lenguajes para la comunicación con inteligencias extraterrestres, motores de retropropulsión, puertas automáticas, calculadoras, aparatos de fax, computadoras, reproductores de video portátiles, edificios capaces de albergar una ciudad entera y hasta una red global de comunicaciones muy similar a la internet de nuestros días.

La inagotable imaginación de Verne se alimentaba de la lectura de revistas y boletines científicos, las visitas a ferias de inventores o de la obra de otros autores que, antes que él, habían utilizado el progreso tecnológico como fuente de inspiración para sus ficciones. Pero también era un perfeccionista que, por ejemplo, criticaba a su colega inglés Herbert George Wells por relatar la historia de una nave de metal que llega a Marte sin tener en cuenta las leyes de la gravedad. “Sus historias no reposan en bases científicas, yo uso la física, él inventa”, manifestó Verne en una ocasión sobre el autor de La guerra de los mundos y El hombre invisible.

Una imaginación prodigiosa

Julio Gabriel Verne Allote nació en Nantes el viernes 8 de febrero de 1828, en el seno de una acomodada familia burguesa. Primogénito del abogado Pierre Verne, Julio no conocería el mar hasta los 12 años, cuando, según cuentan, escapó de su casa para embarcarse como grumete en un buque que viajaba a la India. Atrapado por su padre en el mismo barco durante la primera escala, fue encerrado a pan y agua. Pierre lo obligó a jurar que a partir de entonces sólo viajaría a través de la imaginación y la fantasía.

Pese a que para Herbert Lottman, el más reciente biógrafo de Verne, esa anécdota es falsa y sirvió para justificar ante sus lectores su vida sedentaria antes que aventurera, lo cierto es que la adolescencia de Julio transcurrió entre continuos enfrentamientos con su padre y fue obligado a estudiar derecho siguiendo la tradición paterna.

Se graduó como abogado en un París encendido por la revolución de 1848, donde trató a la elite de la intelectualidad del momento: Víctor Hugo, Eugenio Sué o los Dumas. Allí decidió dedicar su vida a las letras, aunque solía asegurar que no llegaría a ser un verdadero escritor antes de llegar a los 35 años.

Desoyendo a su padre que lo intimó para que regresara a Nantes, se quedó a vivir en una mísera buhardilla parisina, donde se levantaba a las 5 de la mañana para escribir y comenzó a estudiar con denuedo las ciencias que tanto admiraba: química, botánica, geología, mineralogía, geografía, oceanografía, astronomía, matemáticas, física, mecánica y balística.

Prácticamente sin medios económicos, se alimentó de pan y leche para poder comprar libros, en un período de logros técnicos y científicos fascinantes que inspiraron al Verne escritor. Contemporáneo de Darwin, Mendel, Pasteur, Koch, Hertz, Humboldt, Marx, Roentgen y Planck, y empeñado en ensalzar el genio humano en su afán por dominar la naturaleza, Verne se propuso escribir “la novela de la ciencia”. Aunque al comienzo tuvo que ganarse la vida escribiendo piezas de teatro, operetas y colaboraciones para revistas.

En 1856 conoció a Honorine de Vyane Paul, una joven y adinerada viuda de 26 años que residía en Amiens con sus dos hijas. Se casó con ella al año siguiente, tras establecerse en París como agente de bolsa. Mientras, influenciado por la popularidad que alcanzaban la ciencia y la técnica, Julio proyectó tal vez sus frustraciones infantiles y empezó a crear relatos épicos que ensalzaban al hombre en su lucha por dominar y transformar la naturaleza.

Pero el vuelco en la vida de Verne se produjo recién a mediados de 1862, cuando se presentó en la editorial parisina de Pierre Jules Hetzel con un grueso manuscrito bajo el brazo. Se trataba de Cinco semanas en globo, donde noveló una misión científica que observa, desde las alturas, zonas de África imposibles de transitar por tierra. El libro, que previamente había sido rechazado por más de una decena de editores, se publicó en enero del año siguiente, días antes de que Verne cumpliera 35 años. La obra resultó un éxito fulminante y le permitió a Verne firmar un espléndido contrato con Hetzel que garantizaba al inexperto novelista la suma anual de 20.000 francos durante los siguientes 20 años.

Pese a la obligación contractual de escribir dos novelas por año y a las numerosas correcciones y sugerencias a que Hetzel sometía sus textos, Verne siempre le estuvo agradecido al editor que lo convirtió de la noche a la mañana en un hombre famoso. En un atisbo de lo que serían las futuras técnicas del best-seller industrial, su vinculación con Hetzel permitió la aparición a lo largo de cuatro décadas de 62 Viajes extraordinarios en la propia revista del editor, el Magasin d’éducation et récréation. La serie incluyó Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), la trilogía del capitán Nemo –Los hijos del capitán Grant (1867), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1874)–, Miguel Strogoff (1876) y La esfinge de los hielos (1897), entre otras.

Con La vuelta al mundo en 80 días (1872), donde el aristócrata Phileas Fogg apuesta que podrá circunvalar el orbe en el plazo que estipula el título del libro, llegó su éxito definitivo, la fama perdurable, el dinero y la tranquilidad para instalarse en Amiens, la ciudad natal de Honorine, que Julio terminó adoptando y donde llegó a ser concejal.

Con todo, y a pesar del éxito y de sus más de 80 libros traducidos a 112 idiomas, Verne no tuvo una vida fácil ni feliz. Con su hijo Michael tuvo los mismos conflictos que él vivió con su progenitor. Tampoco fue feliz en su matrimonio de conveniencia con Honorine. Otros dolorosos trances personales fueron el ataque de un loco y los juicios a los que fue sometido tras ser acusado de plagio de las obras La vuelta al mundo en 80 días y Viaje al centro de la tierra.

Según sus biógrafos, Verne fue un hombre taciturno, obsesionado por su trabajo hasta el punto de que su salud se fue minando y prácticamente murió paralítico y ciego, al descuidar una diabetes que sufría desde años atrás.

Julio Verne falleció el viernes 24 de marzo de 1905 –el mismo mes y año en que Albert Einstein publicó sus teorías sobre la relatividad restringida y la composición de la luz–, en Amiens, donde había vivido los últimos 25 años sumido en su doble rutina: escribir de 6 a 11 de la mañana y leer todas las tardes en la Sociedad Industrial.

Tenía 77 años y todavía solía repetir una de las frases que había acuñado en su juventud: “La imaginación. Ni una locomotora ni una chispa eléctrica pueden ir más deprisa”.

Un genio que atisbó parte del siglo XX

El parecido entre el viaje que Julio Verne describió, en 1865, en su obra De la Tierra a la Luna y la misión Apolo XI que, 104 años después, llevó al primer hombre hasta nuestro satélite es asombroso. Ambas tripulaciones estaban formadas por tres astronautas, y sus naves despegaron del Estado norteamericano de Florida.

Cumplida su misión, las dos cápsulas regresaron a la Tierra cayendo en un punto del océano Pacífico –con una diferencia entre cada amerizaje de 14 kilómetros–, donde fueron rescatadas por sendos buques de guerra cuyas tripulaciones gritaron de alegría al distinguir entre las olas la banderita estadounidense.

Pero Verne también intuyó hitos dramáticos del siglo XX, entre ellos el nazismo y la bomba atómica. En Los quinientos millones de la Begún (1879) aparece Herr Schultze, quien quiere conquistar el mundo en pro de la raza germánica. Y en Ante la bandera (1897) muestra un arma llamada Fulgurador Roch, capaz de destruir una zona de diez mil metros cuadrados.

En París en el siglo XX, escrita en 1863 pero publicada recién en 1994, Verne pinta un mundo al servicio del dinero. Pero también se refiere al “telégrafo fotográfico” que permitía enviar a cualquier parte el facsímil de una escritura, autógrafo o dibujo, y firmar contratos a 10 mil kilómetros de distancia. Y describió que la red telegráfica cubría la superficie completa de los continentes y el fondo del mar.