Por Santiago Fraga

Sin cambio cultural y sin acción judicial es imposible que haya #NiUnaMenos. La muerte de Araceli Fulles demuestra no solamente la perversidad del hombre capaz de generar dolor y muerte en una mujer como si se tratase de un objeto, sino también la complicidad policial y de la justicia que son principales responsables de generar la cancha para que los depravados jueguen a su placer.

Un calendario compartido por el usuario de Twitter @Ramastered muestra día a día cada uno de los casos de femicidio, desaparición o abusos sexuales que sufrieron mujeres tan sólo en el transcurso de abril, dando el preocupante saldo de al menos una muerte por día.

Los casos de Micaela García y Araceli Fulles resultan determinantes a la hora de realizar una evaluación de por qué se siguen sucediendo los casos de femicidios, a pesar del gran esfuerzo diario del colectivo de mujeres por visibilizar la problemática y cambiar la difícil realidad que día a día tienen que afrontar en todo el país.

Por un lado, el caso de Micaela demuestra el nefasto rol que juega la justicia, habiendo liberado a Sebastián Wagner, un hombre de 30 años que fue condenado a 9 años de prisión por violar a dos chicas en Concepción del Uruguay, en su sexto año de condena, aún sin superar los exámenes, con un fiscal en contra y con la policía corroborando su perfil de violador serial, alegando “buena conducta”.

En el caso de Araceli, quedó comprobado que hay mujeres desaparecidas a la que el Estado y las fuerzas policiales no buscan, o no quieren encontrar. Su cuerpo fue encontrado por perros adiestrados 27 días después de su desaparición en la casa de la madre de Darío Baradacco, la última persona que la había visto con vida, un lugar que ya había sido rastrillado. Por el crimen fueron desplazados tres policías de la Policía Bonaerense, que son allegados Badaracco, acusados de ser cómplices o encubridores. También fueron separados los policías a cargo del rastrillaje, de los cuales uno es hermano de dos de los seis detenidos por el crimen.

Mientras tanto, la danza de nombres no termina y son muchas las mujeres que esta noche están faltando en sus casas, sin ninguna certeza de su paradero y con el temor de que les haya ocurrido lo peor.

Ese temor, ese mismo temor que la policía, la justicia y la sociedad machista se encargan de infundir día a día en las mujeres, nace de los gestos más mínimos, como el gritar algo en la calle a una mujer que pase, tocarla sin su consentimiento o no respetar sus decisiones. Ese acto, que parece minúsculo y que suele ser la manifestación machista de virilidad (principalmente para lograr aceptación de otros hombres), es el comienzo de una bola que crece a medida que rueda.

Ese hombre que le grita ofensivamente a una mujer que pasa por al lado suyo en la calle luego será perfectamente capaz de levantarle la voz a su futura pareja en alguna discusión. Ese hombre que es capaz de levantarle la voz a su pareja en una discusión, en un futuro será capaz de golpearla. Ese hombre que fue capaz de golpear a una mujer que quiso será luego capaz de golpear a cualquier otra mujer. Ese hombre capaz de golpear a cualquier mujer será un hombre capaz de violar o hasta asesinar a cualquier otra mujer.

Por eso mismo es que el cambio a lograr (más allá de que la justicia y la policía dejen de ser cómplices y se aprueben las leyes necesarias como la 26.485), es un cambio cultural. Lo urgentemente necesario es que el mismo hombre reaccione y se haga cargo de que muchas de las actitudes con las que creció, creyendo que eran normales, en realidad están mal, y que esa misma persona luego haga entrar en razón a sus amigos y cercanos. Así, y sólo así, seremos capaces de en un futuro poder decir con total certeza “Ni una menos”, y tener en nuestra consciencia de que hemos aportado a un mundo mejor, más igual y más tolerante.