Nos es imposible saber de forma concluyente si Dios existe y cómo es si Él no toma la iniciativa y se revela a sí mismo. Tenemos que saber cómo es Él y cuál es su actitud hacia nosotros. Supongamos que supiéramos que existe, pero que fuera como Adolf Hitler—caprichoso, vicioso, con prejuicios, y cruel. ¡Qué descubrimiento tan horrible sería!

Debemos buscar en el horizonte de la historia para ver si hay alguna clave de la revelación de Dios. Hay una clave clara. En un oscuro pueblo en Palestina, hace casi 2000 años, un niño nació en un establo. Hoy, el mundo entero aún celebra el nacimiento de Jesús.

Él vivió en la sombra hasta los treinta años, y entonces comenzó un ministerio público que duró tres años. Estaba destinado a cambiar el curso de la historia. Era una persona cariñosa y se nos cuenta que «la gran multitud le escuchaba con gusto» (Marcos 12:37) y, «les enseñaba como uno que tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mateo 7:29).

La vida de Jesucristo. Su historia comienza.

Pronto se hizo evidente, sin embargo, que estaba haciendo afirmaciones chocantes y alarmantes sobre sí mismo. Empezó a identificarse a sí mismo como algo mucho mayor que un importante maestro o profeta. Comenzó a decir claramente que Él era Dios. Hizo de su identidad el punto central de su enseñanza. La pregunta fundamental que le hizo a los que le seguían fue, «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Cuando Pedro respondió y dijo, «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:15-16), Jesús no se sorprendió, no reprendió a Pedro. ¡Al contrario, le elogió!

Él hizo la afirmación explícitamente, y sus oyentes recibieron todo el impacto de sus palabras. Se nos dice, «los judíos aún más procuraban matarle, porque no sólo violaba el día de reposo, sino que también llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose igual a Dios» (Juan 5:18).

En otra ocasión dijo, «Yo y el Padre somos uno.» Inmediatamente los judíos quisieron apedrearle. Él preguntó por qué buena obra querían matarle. Ellos respondieron, «No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios» (Juan 10:30, 33).

Jesús claramente reclamó atributos que sólo Dios tiene. Cuando un hombre paralítico fue bajado a través del techo queriendo que Él le sanara, dijo, «Hombre, tus pecados te son perdonados.» Esto provocó un gran revuelo entre los líderes religiosos, quienes decían en sus corazones, «¿Quién es éste que habla blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (Lucas 5:20, 21).

En el momento crítico cuando su vida estaba en juego, el sumo sacerdote le planteó la pregunta directamente: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?»

«Yo soy,» dijo Jesús. «y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder y viniendo con las nubes del cielo.»

El sumo sacerdote rasgó su ropa. «¿Qué necesidad tenemos de más testigos?» preguntó. «Habéis oído la blasfemia» (Marcos 14:61-64).

Tan cercana era su conexión con Dios que equiparó la actitud de una persona hacia Él con la actitud de una persona hacia Dios. Así, conocerle a Él era conocer a Dios (Juan 8:19; 14:7). Verle a Él era ver a Dios (Juan 12:45; 14:9). Creer en Él era creer en Dios (Juan 12:44; 14:1). Recibirle a Él era recibir a Dios (Marcos 9:37). Odiarle a Él era odiar a Dios (Juan 15:23). Y honrarle a Él era honrar a Dios (Juan 5:23).

Jesucristo – ¿el hijo de Dios?

Al enfrentarnos con las afirmaciones de Cristo, sólo hay cuatro posibilidades. Él era un mentiroso, un loco, una leyenda, o la Verdad. Si decimos que Él no es la Verdad, estamos automáticamente afirmando una de las otras tres alternativas, tanto si nos damos cuenta de ello como si no.

(1) Una posibilidad es que Jesús mintiera cuando dijo que Él era Dios – que Él supiera que no era Dios, pero engañara deliberadamente a sus oyentes para dar autoridad a sus enseñanzas. Muy pocos, si es que hay alguno, mantienen seriamente esta posición. Incluso aquellos que niegan su deidad afirman que era un gran maestro de moral. No se dan cuenta de que esas dos afirmaciones son contradictorias. Difícilmente podía ser Jesús un gran maestro de moral si, en el punto más crucial de su enseñanza, su identidad, era deliberadamente un mentiroso.

(2) Una posibilidad más amable, aunque no menos chocante, es que Él fuera sincero pero se estuviera auto-engañado. Hoy en día tenemos un nombre para una persona que cree ser Dios. Ese nombre es loco, y ciertamente se aplicaría a Cristo si estaba engañado en esta cuestión tan importante. Pero cuando miramos a la vida de Cristo, no vemos evidencia de la anormalidad y el desequilibrio que se encuentran en una persona trastornada. En cambio, encontramos la mayor serenidad bajo presión.

(3) La tercera alternativa es que todo lo que se cuenta sobre su proclamación de ser Dios es una leyenda – que lo que pasó realmente es que sus entusiastas seguidores, en el tercer o cuarto siglo, pusieron palabras en su boca que a Él mismo le habría chocado escuchar. Si hubiera regresado, las habría rechazado inmediatamente.

La teoría de la leyenda ha sido refutada significativamente por muchos descubrimientos de la arqueología moderna. Estos han mostrado de forma concluyente que las cuatro biografías de Cristo fueron escritas en vida de los contemporáneos de Jesús. Hace algún tiempo Dr. William F. Albright, arqueólogo de fama mundial, ahora retirado, de la Johns Hopkins University, dijo que no había razón para creer que ninguno de los Evangelios fuera escrito más tarde del 70 D.C. Para una mera leyenda sobre Cristo, en la forma del Evangelio, haber conseguido la circulación y tenido el impacto que tuvo, sin una pizca de base en los hechos, es increíble.

Que hubiera pasado eso sería tan fantástico como que alguien en nuestra época escribiera una biografía de John F. Kennedy y dijera en ella que Kennedy proclamaba ser Dios, perdonar los pecados de la gente, y haber resucitado de la muerte. Una historia así es tan disparatada que nunca echaría raíces, porque todavía hay demasiada gente por ahí que conocía a Kennedy. La teoría de la leyenda no se sostiene a la luz de las tempranas fechas de los manuscritos de los Evangelios.

(4) La única alternativa que queda es que Jesús dijo la verdad. Desde cierto punto de vista, sin embargo, las afirmaciones no significan mucho. Hablar es gratis. Cualquiera puede hacer afirmaciones. Ha habido otros que han afirmado ser Dios. Yo podría afirmar ser Dios, y tú podrías afirmar ser Dios, pero la pregunta que todos nosotros debemos responder es, «¿qué tenemos para justificar nuestra afirmación?» En mi caso no te llevaría ni cinco minutos desmentir mi afirmación. Probablemente no llevaría mucho más echar por tierra la tuya. Pero cuando se refiere a Jesús de Nazaret, no es tan simple. Él tiene las credenciales para apoyar su afirmación. Él dijo, «Si las hago, aunque a mí no me creáis, creed las obras; para que sepáis y entendáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Juan 10:38).

Evidencia de la vida de Jesús


Primero, su carácter moral coincide con sus afirmaciones.
Muchos internos en manicomios afirman ser famosos o deidades. Pero sus afirmaciones son desmentidas por sus caracteres. No pasa lo mismo con Cristo. Él es único – tan único como Dios.

Jesucristo estaba libre de pecado. El calibre de su vida era tal que era capaz de retar a sus enemigos con la pregunta, «¿Quién de vosotros me prueba que tengo pecado?» (Juan 8:46). Se le respondió con silencio, aunque se dirigía a aquellos que hubieran querido señalar un defecto en su carácter.

Leemos acerca de las tentaciones de Jesús, pero nunca oímos una confesión de pecado de su parte. Él nunca pidió perdón, aunque les pidió a sus seguidores que lo hicieran.

Esta falta de cualquier fallo moral por parte de Jesús es asombrosa, a la vista del hecho de que es completamente contrario a la experiencia de los santos y místicos de todas las épocas. Cuanto más se acercan los hombres y las mujeres a Dios, más abrumados están con sus propios fallos, corrupción, y defectos. Cuanto más cerca está uno de una luz brillante, es más consciente de su propia suciedad. Esto también es cierto, en el terreno moral, para los mortales comunes.

También es sorprendente que Juan, Pablo, y Pedro, los cuales fueron enseñados desde su primera infancia a creer en la universalidad del pecado, hablen todos de la ausencia de pecado en Cristo: «El cual no cometió pecado, ni engaño alguno se hallo en su boca» (1 Pedro 2:22).

Pilatos, que no era amigo de Jesús, dijo, «¿Qué mal ha hecho?» (Mateo 27:54). Reconoce implícitamente la inocencia de Cristo. Y el centurión romano que presenció la muerte de Cristo dijo, «En verdad éste era Hijo de Dios.» (Mateo 27:54).

Segundo, Cristo demostró un poder sobre las fuerzas naturales que sólo podría pertenecer a Dios, el Autor de esas fuerzas. Él calmó una terrible tormenta de viento y olas en el Mar de Galilea. Haciendo esto provocó en los que estaban en la barca la atemorizada pregunta, «¿Quién, pues, es éste que aun el viento y el mar le obedecen?» (Marcos 4:41) Convirtió el agua en vino, alimentó a 5.000 personas con cinco panes y dos pescados, le devolvió su único hijo a una viuda afligida resucitándolo de los muertos, y trajo a la vida a la hija muerta de un padre destrozado. A un viejo amigo le dijo, «áLázaro, sal fuera!» y lo resucitó espectacularmente de los muertos. Es aún más significativo que sus enemigos no negaron este milagro. En vez de eso, intentaron matarle. «Si le dejamos seguir así,» dijeron, «todos van a creer en Él» (Juan 11:48).

Tercero, Jesús demostró el poder del Creador sobre la enfermedad y el dolor. Él hizo al cojo andar, al mudo hablar, al ciego ver. Algunas de sus sanidades fueron de problemas congénitos no susceptibles de cura psicosomática. La más destacada fue la del ciego cuyo caso está recogido en Juan 9. Aunque el hombre no podía contestar a los especuladores que le preguntaban, su experiencia era suficiente para convencerle. «Una cosa sé: que yo era ciego y ahora veo.» declaró. Estaba asombrado de que sus amigos no reconocieran a este Sanador como el Hijo de Dios. «Jamás se ha oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento,» dijo (Juan 9:25,32). Para él la evidencia era obvia.

Cuarto, la suprema credencial de Cristo para autentificar su proclamación de deidad fue su resurrección de los muertos. Cinco veces en el curso de su vida predijo que iba a morir. También predijo cómo iba a morir y que tres días después resucitaría de la muerte y aparecería a sus discípulos.

Sin duda ésta era la gran prueba. Era una afirmación fácil de verificar. O bien ocurría o no.

Tanto amigos como enemigos de la fe cristiana han reconocido que la resurrección de Cristo es la piedra sobre la que se cimienta la fe. Pablo, el gran apóstol, escribió, «Si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe» (1 Corintios 15:14). Pablo apoyaba todo su caso en la resurrección corporal de Cristo. O resucitó o no resucitó. Si resucitó, fue el acontecimiento más sensacional de la historia.

Si Jesús es el hijo de Dios…

Si Cristo resucitó, sabemos con certeza que Dios existe, cómo es, y cómo podemos conocerle en nuestra experiencia personal. El Universo se llena de significado y propósito, y es posible experimentar a Dios en la vida contemporánea. Por otra parte, si Cristo no resucitó de los muertos, el Cristianismo es sólo una interesante pieza de museo – nada más. No tiene ni validez ni realidad objetivas. Aunque es una bonita ilusión, ciertamente no vale la pena pringarse por ella. Los mártires que fueron cantando a los leones, y los misioneros contemporáneos que han dado sus vidas en Ecuador y el Congo llevando a otros este mensaje, han sido unos pobres ilusos engañados.

El ataque al Cristianismo de parte de sus enemigos ha estado casi siempre concentrado en la Resurrección, porque se ha visto claramente que este hecho es el punto clave de la cuestión. Un ataque notable lo llevó a cabo, a principios de los años 30, un joven abogado británico. Éste estaba convencido de que la Resurrección era mera fábula y fantasía. Sabiendo que era el fundamento básico de la fe cristiana, decidió hacerle al mundo un favor descubriendo, de una vez por todas, su fraude y superstición. Como abogado, creyó que tenía las facultades críticas para analizar la evidencia rigurosamente, y para no admitir como evidencia nada que no cumpliera los rígidos criterios de admisión de un juzgado actual.

Sin embargo, mientras Frank Morrison realizaba su investigación, sucedió algo notable. El caso no era ni de lejos tan fácil como él había supuesto. Como resultado, el primer capítulo de su libro, ¿Quién movió la piedra?, se tituló «El libro que se negó a ser escrito.» En él describe cómo, al examinar la evidencia, se convenció, contra su voluntad, del hecho de la resurrección corporal de Cristo.

La muerte de Jesús

La muerte de Jesús fue por ejecución pública en una cruz. El gobierno dijo que fue por blasfemia. Jesús dijo que fue para pagar por nuestro pecado. Después de haber sido gravemente torturado, las muñecas y los pies de Jesús fueron clavados a una cruz de la que colgó, muriendo finalmente por asfixia. Una espada fue clavada en su costado para confirmar su muerte.

El cuerpo de Jesús fue entonces envuelto en lino cubierto con aproximadamente 45 kilos de especias húmedas y pegajosas. Su cuerpo fue colocado en una sólida tumba de roca. Una piedra redonda de entre una tonelada y media y dos toneladas fue colocada con palancas para asegurar la entrada. Como Jesús había dicho públicamente que iba a resucitar de la muerte en tres días, una guardia de soldados romanos entrenados fue apostada frente a la tumba. Y se puso un sello oficial romano a la entrada de la tumba, declarándola propiedad del gobierno.

A pesar de todo esto, tres días después el cuerpo había desaparecido. Sólo quedaron los linos funerarios, con la forma del cuerpo, pero hundidos. La piedra que sellaba oficialmente la tumba fue encontrada en lo alto de una pendiente, a cierta distancia de la tumba.

¿Fue la resurrección de Cristo sólo un cuento?

¡La explicación más antigua fue que los discípulos robaron el cuerpo! En Mateo 28:11-15, tenemos constancia de la reacción de los sumos sacerdotes y los ancianos cuando los guardias les dieron la misteriosa y exasperante noticia de que el cuerpo había desaparecido. Les dieron dinero a los soldados y les pidieron que contaran que los discípulos habían ido por la noche y habían robado el cuerpo mientras ellos estaban dormidos. ¡Esa historia es tan falsa que Mateo ni siquiera se molesta en refutarla! ¿Qué juez te escucharía si tú dijeras que mientras estabas dormido sabías que era tu vecino el que entró en tu casa y te robó el televisor? ¿Quién sabe lo que está pasando mientras está dormido? Un testimonio como éste sería recibido a carcajadas en cualquier juzgado.

Además, nos encontramos frente a una imposibilidad ética y psicológica. Robar el cuerpo de Cristo es algo totalmente ajeno al carácter de los discípulos y a todo lo que sabemos de ellos. Significaría que eran los consumadores de una mentira deliberada que fue la responsable del engaño y la muerte de miles de personas. Es inconcebible que, incluso si sólo unos pocos de los discípulos hubieran conspirado y llevado a cabo este robo, no se lo hubieran dicho nunca a los demás.

Todos los discípulos se enfrentaron a la prueba de la tortura y el martirio por sus proclamaciones y creencias. Hombres y mujeres morirán por lo que creen que es verdad, aunque en realidad sea falso. Pero, sin embargo, no morirán por lo que saben que es una mentira. Si un hombre dice alguna vez la verdad, es en su lecho de muerte. Y si los discípulos hubieran cogido el cuerpo, y Cristo aún estaba muerto, aún nos quedaría el problema de explicar sus presuntas apariciones.

Una segunda hipótesis es que las autoridades judías o romanas cambiaron el cuerpo de sitio. ¿Pero por qué? Habiendo puesto guardias en la tumba, ¿cuál sería la razón para cambiar el cuerpo de sitio? Además, ¿qué ocurre con el silencio de las autoridades frente a la descarada predicación de los apóstoles sobre la resurrección en Jerusalén? Los líderes eclesiásticos estaban ardiendo de rabia, e hicieron todo lo posible para evitar la extensión del mensaje de que Jesús resucitó de los muertos. Arrestaron a Pedro y a Juan, y les golpearon y amenazaron, en un intento de cerrarles la boca.

Pero había una solución muy simple a su problema. Si tenían el cuerpo de Cristo, podían haber desfilado con él por las calles de Jerusalén. De un solo golpe habrían asfixiado, con éxito, al Cristianismo en su cuna. Que no lo hicieran ofrece un testimonio elocuente del hecho de que ellos no tenían el cuerpo.

Otra famosa teoría ha sido que las mujeres, afligidas y abrumadas por la pena, se perdieron en la penumbra de la madrugada y fueron a la tumba equivocada. En su aflicción imaginaron que Cristo había resucitado porque la tumba estaba vacía. Esta teoría, sin embargo, cae por el mismo hecho que destruye la anterior. Si las mujeres fueron a la tumba equivocada, ¿por qué no fueron los sumos sacerdotes y otros enemigos a la tumba correcta y enseñaron el cuerpo? Más aún, es inconcebible que Pedro y Juan cometieran el mismo error, y con certeza José de Arimatea, dueño de la tumba, habría solucionado el problema. Además, hay que recordar que era un terreno privado de entierro, no un cementerio público. No había otra tumba cerca que les hubiera hecho cometer ese error.

La teoría del desvanecimiento también ha intentado explicar la tumba vacía. Según ésta, Cristo no murió en realidad. Se le dio por muerto erróneamente, pero se había desmayado por el cansancio, el dolor y la pérdida de sangre. Cuando estaba tumbado en el frío de la tumba, se reanimó. Salió de la tumba y apareció a sus discípulos, que equivocadamente pensaron que había resucitado de la muerte.

Ésta es una teoría de construcción moderna. Apareció por primera vez a finales del siglo XVIII. Es significativo que no se haya encontrado ninguna idea de este tipo, desde la antigüedad, entre todos los violentos ataques que se le han hecho al Cristianismo. Todos los textos más antiguos son claros acerca de la muerte de Jesús.

Pero aceptemos por un momento que Cristo fue enterrado vivo y desvanecido. ¿Es posible creer que habría sobrevivido tres días en una tumba húmeda, sin comida ni agua, ni atención de ningún tipo? ¿Habría tenido la fuerza para librarse de las ropas funerarias, quitar la pesada piedra de la entrada del sepulcro, superar a los guardias romanos, y caminar kilómetros sobre unos pies que habían sido atravesados con estacas? Tal creencia es más fantástica que el simple hecho de la Resurrección en sí misma.

Incluso el crítico alemán David Strauss, que de ningún modo cree en la Resurrección, rechazó esta idea como increíble. Dijo:

Es imposible que alguien que acaba de salir del sepulcro medio muerto, que se arrastraba débil y enfermo, que estaba en necesidad de tratamiento médico, vendaje, fortalecimiento y cuidados, y que al final sucumbió al sufrimiento, les pudiera haber dado a los discípulos la impresión de ser vencedor sobre la muerte y la tumba; de ser el Príncipe de la Vida.

Finalmente, si esta teoría es correcta, Cristo mismo estaba envuelto en mentiras flagrantes. Sus discípulos creían y predicaban que Él había muerto y vuelto a la vida después. Jesús no hizo nada para desmentir esa creencia, sino que más bien la fomentó.

La única teoría que explica adecuadamente la tumba vacía es la resurrección de Jesucristo de la muerte.

Qué significa para ti la vida de Jesucristo

Si Jesucristo resucitó de la muerte, probando que Él es Dios, está vivo hoy. Él está dispuesto a algo más que a ser alabado. Quiere ser conocido y entrar en nuestras vidas. Jesús dijo, «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20).

El difunto Carl Gustav Jung dijo, «La neurosis principal de nuestro tiempo es el vacío interior.» Todos tenemos un profundo anhelo de significado y profundidad en nuestra vida. Jesús nos ofrece una vida con más significado, abundante, que nos llega a través de una relación con Él. Jesús dijo, «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10).

Gracias a que Jesús murió en la cruz, llevando sobre Él todo el pecado de la humanidad, nos ofrece ahora perdón, aceptación y una relación genuina con Él.

Ahora mismo puedes invitar a Jesucristo a entrar en tu vida. Puedes decirle algo como, «Jesús, gracias por morir en la cruz por mis pecados. Te pido que me perdones y entres en mi vida ahora mismo. Gracias por darme una relación contigo.»