Después de una campaña presidencial marcada por promesas de mayor aislacionismo y de no repetir los errores belicistas del pasado, el flamante gobierno de Donald Trump sorprendió en sus primeros 100 días por su unilateralismo, una característica que hace recordar a los años más oscuros y violentos de George W. Bush.

Asimismo, la falta de interés de la Casa Blanca hacia América latina -con la excepción de México y sus constantes ataques a los inmigrantes que cruzan la frontera para escapar de la violencia y la pobreza en ese país y Centroamérica en general- nunca fue tan flagrante: Trump no designó ni un funcionario de rango especializado en la región y apenas si mencionó a los países de Sudamérica en sus intervenciones públicas.

No hay dudas que el interés de Trump está concentrado en Medio Oriente, Asia oriental y su relación con Rusia.

Por un lado, dio por terminado el apoyo incondicional a la llamada solución de dos Estados para el conflicto israelí-palestino -la opción defendida por la mayoría de la comunidad internacional y por la ONU-; mientras que por otro lado, escaló la confrontación verbal con Corea del Norte y, a su vez, con China, el mayor acreedor de Washington.

Movilizó parte de su Marina desplegada en Asia, amenazó abiertamente con responder militarmente a futuras pruebas misilísticas de Corea del Norte y acusó a Beijing de no hacer lo suficiente para frenar a su vecino comunista hasta que, él mismo reconoció públicamente, su par chino, Xi Jinping, le explicó en unos minutos lo compleja que era la situación regional.

Además, el flamante presidente de Estados Unidos demostró cabalmente la volatilidad de sus posiciones en materia de política exterior con la guerra en Siria.

Apenas unos días después de dar un giro y afirmar que el futuro de los sirios lo definirán los sirios -una fórmula utilizada por el gobierno de Bashar al Assad y por Rusia para rechazar las interferencias de potencias occidentales-, el gobierno de Trump lanzó el primer ataque de Estados Unidos contra el Ejército sirio como respuesta de un presunto ataque químico que dejó más de 80 civiles muertos y cientos de heridos.

El ataque del 6 de abril contra una base siria marcó además el primer choque con Rusia, una potencia que Trump elogió a lo largo de su campaña y que parecía protagonizar un acercamiento con el nuevo gobierno estadounidense.

La relación entre Trump y el gobierno ruso de Vladimir Putin parecía tan encaminada que había despertado todo tipo de acusaciones, rumores y hasta investigaciones oficiales por el delito de traición y espionaje en Washington.

La única baja que el gobierno de Trump sufrió en estos primeros días, la de su asesor de seguridad, Michael Flynn, fue por estas acusaciones.

Pero el ataque contra el Ejército sirio le bajó la tensión a esa polémica, especialmente después de que Trump dio marcha atrás en sus críticas a la OTAN y aseguró que la alianza militar trasatlántica «ya no es obsoleta» y reconoció que su gobierno «no se está llevando bien con Rusia».

En medio de la creciente tensión con Rusia y con Corea del Norte -e indirectamente con China-, Trump volvió a sacudir el tablero internacional al lanzar por primera vez en una zona de combate la llamada «madre de todas las bombas», el arma no nuclear más poderosa de su arsenal.

La lanzó en Afganistán, oficialmente contra una posición militar de la milicia Estado Islámico (EI); sin embargo, el mensaje fue claro: una demostración de fuerza para sus nuevos rivales.

Pese a la sorpresa que generó entre muchos esta importante decisión, se trató de una consecuencia directa de una promesa que lanzó Trump apenas un mes después de ganar las elecciones y que podría terminar definiendo su política exterior: «Reforzaremos nuestra fuerzas militares no como un acto de agresión, sino como un acto de prevención. (…) Buscaremos la paz a través de la fuerza».