Rubén Alejandro Fraga

La noche del sábado 9 de junio de 1956 estalló en Buenos Aires el movimiento cívico militar que, encabezado por el general Juan José Valle, intentaba restituir el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón que había sido derrocado el año anterior por la autodenominada Revolución Libertadora. Aquella rebelión, que pedía la vigencia del Estado de derecho, fue sangrientamente reprimida por el gobierno de facto encabezado por el general Pedro Eugenio Aramburu un día como hoy, hace 61 años.

El alzamiento había sido preparado por un grupo de oficiales y suboficiales del Ejército dados de baja luego del golpe que derrocó a Perón, pero fue abortado por la dictadura, que desde un primer momento estuvo al tanto de los planes de los conjurados.

Los objetivos del movimiento revolucionario, explicitados en la proclama redactada por el poeta Leopoldo Marechal, consistían en la restauración “del Estado de Derecho mediante la vigencia plena de la Constitución nacional”, la convocatoria a “elecciones generales en todo el país en un plazo no mayor de 180 días”, la declaración de una “amnistía general y derogación de todos los decretos y medidas discriminatorias dictados por razones ideológicas o políticas”, la libertad de los presos políticos, la “reincorporación de los empleados y obreros despedidos arbitrariamente por razones ideológicas o políticas”, la “rehabilitación de los partidos políticos privados de personería y plena libertad para la formación de nuevas fuerzas”, así como la revisión de las medidas económicas que lesionaran el interés nacional, la devolución de los sindicatos a los trabajadores y la reincorporación de los militares dados de baja.

Rebelión de sábado por la noche

La noche del sábado 9 de junio, mientras se iniciaba el alzamiento, el presidente de facto Aramburu viajaba de regreso a Buenos Aires tras haber visitado Santa Fe y Rosario. Por eso, las primeras medidas para sofocar el movimiento insurgente las dispuso el vicepresidente, contralmirante Isaac Francisco Rojas.

Sorprendidos antes de empezar, la intentona tuvo sus focos aislados en Buenos Aires, La Plata y La Pampa, pero fracasó al cabo de unas horas y el número dos de los jefes rebeldes, el general Raúl Tanco, alcanzó a huir.

Horas después, ya en la madrugada del domingo 10 y antes de que se dictara la ley marcial que autorizaba ese procedimiento, un grupo de civiles, que habían sido arrestados horas antes en la localidad de Florida, fueron fusilados en un basural de la localidad bonaerense de José León Suárez.

Más tarde, ese domingo, los fusilamientos siguieron en La Plata y en una comisaría de Lanús. Las ejecuciones se prolongaron durante tres días (también en la Escuela de Mecánica del Ejército y Campo de Mayo), hasta que el general Valle, quien había conseguido eludir la represión, se presentó voluntariamente a fin de detener los asesinatos. No obstante las garantías que se le habían ofrecido, Valle fue fusilado el 12 de junio en el patio de la Penitenciaría Nacional (cárcel de Las Heras).

El total de muertos en el episodio ascendió a 33 personas.

A casi seis meses del hecho, alguien le dijo al periodista Rodolfo Walsh que hay un fusilado que vive. En los meses siguientes Walsh descubrió que había seis sobrevivientes de los fusilamientos. La investigación se plasmó en su libro Operación Masacre, la primera obra del género novela testimonio o “non fiction” (un relato literario pero de factura periodística). El libro de Walsh fue llevado al cine en 1972 (ver aparte).

Aquellos fusilamientos fueron el puntapié inicial del proceso de violencia que ensangrentó al país durante los siguientes 30 años.

El autor de Operación masacre, según él mismo (*)

Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados (Rodól Fowólsh), y eso me gustó.

Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.

Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba. Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia. Éste se llamaba “Mar Negro”, y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.

Tengo una hermana monja y dos hijas laicas. Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.

Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.

La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años.

Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie.

Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años.

En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.

En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

(*) Del libro Rodolfo Walsh. Ese hombre y otros escritos personales, edición a cargo de Daniel Link, Seix Barral, 1996. El texto acompañaba, originalmente, al cuento “La máquina del bien y del mal”, incluido en la recopilación Los diez mandamientos, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966.

Link a la película Operación Masacre.

Operación Masacre, película argentina filmada en 1972 y estrenada comercialmente el 27 de septiembre de 1973. El argumento se basó en el libro homónimo escrito por Rodolfo Walsh. Fue dirigida por Jorge Cedrón y sus protagonistas fueron Norma Aleandro, Carlos Carella, Víctor Laplace, Ana María Picchio, Walter Vidarte y Julio Troxler. Merece destacarse la actuación de Julio Troxler, verdadero sobreviviente de la masacre, que fue asesinado por la Triple A en 1974.