Por Alejandro Maidana

Los transgénicos en la Argentina, cuyo primer cultivo fue con la soja tolerante al herbicida glifosato, fueron aprobados en 1996. El maíz, la soja y el algodón son los cultivos que tienen mayor proporción de cultivares genéticamente modificados. El área implantada con estas semillas supera las 25 millones de hectáreas, sobre una superficie total de más de 33 millones de hectáreas. La Argentina está entre los principales países que siembran cultivos transgénicos, dejando como “daños colaterales” la contaminación por agrotóxicos, suelos arrasados y una migración interna feroz, que no hace otra cosa que condenar a campesinos y pueblos originarios al ostracismo.

Las fumigaciones descontroladas son una constante que no deja de generar una profunda preocupación,  en aquellos que vienen padeciéndolas en carne propia. Cada testimonio abraza en su médula una enorme dosis de impotencia y un sentimiento de soledad que abruma.

Pueblo Esther es un hermoso lugar distante a pocos kilómetros de la ciudad de Rosario. Allí un importante número de quintas y sembradíos de soja y maíz entre otros cultivos, vienen transformando en un verdadero calvario los días de muchos vecinos de la zona.

Para conocer detalles y profundizar sobre lo antes mencionado, Conclusión se hizo presente en el lugar de los hechos. Yanina Mennelli integra la Asamblea Pueblo Esther por la Vida, consultada sobre el espinoso camino que vienen transitando, sostuvo: “Hace un año que nos hemos constituido como Asamblea, si bien pensábamos realizar un festejo por ello, decidimos cambiar el ángulo para transformarlo en una nueva jornada de lucha debido a las últimas fumigaciones”.

En marzo del 2017 la Asamblea presentó un proyecto de ordenanza que lamentablemente no pudo ser debatida, ingresando de esta manera el diálogo con la Comuna en un inoportuno cono de sombras. “Los puntos de la misma hacían hincapié en el respeto por la ley provincial vigente, pero por sobre todas las cosas comenzar con el tránsito hacia la agroecología”, indicó Mennelli.

Sólo una calle, esa suele ser la distancia que separa a las quintas de las casas, algo que consolida aún más a lo agroecológico como la única salida a una problemática que preocupa. “Debido a esto las fumigaciones deberían estar prohibidas, ya que las quintas están metidas dentro de la ciudad, en todo caso deberían ir mermando para terminar en un cambio de paradigma en torno a la lógica de producción”, concluyó.

Testimonios con ribetes de ficción

Fernanda Barroso vive en el barrio conocido como La Granja, son 6 los lotes que lindan con una quinta, “en lo particular tengo a mi vecino del fondo, tejido mediante, que pasa con el tractor y con la rueda del mismo me mueve los postes. Cuando fumiga, junto a mi familia y a los animales que tenemos para buscar refugio dentro de la casa cerrando todas las aberturas”, relató la vecina.

“Cualquier prospecto que leas sobre la utilización del plaguicida más leve, es tajante, pueden contaminar una fuente de agua a 5 metros, el natatorio de mi casa se encuentra a un metro y medio de donde se fumiga”. Fernanda sostiene con congoja que su hija ha replicado varios cuadros de erupciones cutáneas, coincidiendo las mismas con las fumigaciones linderas, “nadie nos da una respuesta, por desconocimiento u omisión, pero daría toda la impresión que nadie quiere arriesgar su firma”.

Las respuestas suelen ser coincidentes y con cierto dejo de cinismo, “me dice que utiliza el veneno más caro, el de Bayer, y que se rige por las buenas prácticas. Inclusive se ofreció a poner arbolitos sobre el tejido, como si los mismos pudiesen frenar el veneno minimizando sus riesgos. Nos sentimos ninguneados y muy solos en este camino que sólo busca recuperar su calidad de vida”, enfatizó.

Los testimonios son tan reveladores como explícitos, “yo vivo frente a un importante loteo de quintas, lo que significa una exposición notable a las fumigaciones. Los ciclos de las quintas difieren a los de la soja, es por eso que estas prácticas son permanentes”, argumentó Lucrecia Gerosa, quién vive a escasos metros de un terreno cultivado y fumigado de manera sostenida.

“Nuestra situación es muy compleja, para colmo de males estamos teniendo un verano muy ventoso, no podemos acostumbrarnos a convivir con el veneno cayendo en nuestro cuerpo”, indicó.

La utilización de las mochilas es permanente, pero esto se agrava aún más cuando es el tractor quién se encarga de las aplicaciones. “Las quintas están abiertas, es decir que el contacto con los pesticidas no tiene barrera alguna. Mi hijo de 12 años hizo por primera vez este año un broncoespasmo, esto lo relaciono a la temporada ventosa que estamos teniendo y a la deriva del producto”, concluyó Lucrecia Gerosa, que mora en el barrio Playa Chica, cercano al camping comunal.

La temporada de lluvias hace que los productos se deslicen con el agua copando los patios condicionando la vida de la flora y fauna del lugar.

Rosendo Álvarez vive en Parque Vernazza,  frente al  Club de Aviación, éste cuenta no sólo con un campo de aterrizaje y despegue, sino también con una gran porción de cultivo de soja. Tres años atrás la familia viviría un suceso que marcaría sus días, “recuerdo que sacamos a pasear el perro y éste se metió al campo que en ese momento no estaba cercado. Mi nena que en ese momento tenía 3 años lo siguió y al trastabillar puso sus manos en el suelo, a las pocas horas se brotó tomando un color rojizo. La llevamos al SAMCO y el médico de guardia nos dice que podría tratarse de algo que comió y generó un reacción alérgica”, dijo.

Cuando la consulta fue derivada a la pediatra de cabecera, aparecería en el horizonte una respuesta que encendería las alarmas, “dimos con una doctora que había trabajado en Granadero Baigorria y a la hora de darnos su opinión fue categórica, nos dijo “chicos, esto es glifosato”, fue allí en ese momento cuando junto a mi familia fuimos a pedir explicaciones a la Comuna, no recibiendo ninguna ya que se escudaron en la propiedad privada”.

A menos de 30 metros de la casa de Rosendo y familia, mora el peligro constante. “El sentimiento que me invade tiene su anclaje en la desidia y la ausencia del Estado. Por eso mismo hemos decidido acercarnos hasta la Asamblea Pueblo Esther por la Vida, acá nos contenemos entre todos y activamos mecanismos de lucha en conjunto”.

Julia Puerto y Cristian Domínguez  viven en el lugar hace tres años, sostienen que desde el primer día de su estadía vienen tolerando las fumigaciones. “El uso de mochilas es permanente, bien enfrente nuestro, nos separa solo la calle. Si bien acostumbrarse a eso es imposible, el problema mayúsculo se suscitó cuando un mosquito entró en acción, allí pude percibir que el olor era mucho más fuerte y contundente, ya que me afectó de sobremanera”, dijo Julia, embarazada de 7 meses.

Country 16 es un barrio abierto, allí vive esta pareja que en poco tiempo disfrutará de la llegada de un nuevo integrante. “No respetan absolutamente nada a la hora de aplicar los venenos, no dejan de fumigar ni siquiera cuando el viento sur es sostenido. Vivimos frente a más de 30 hectáreas en donde predomina la soja, fumigan de 2 a 3 veces por semana, es imposible imaginar una vida saludable tomando esto como referencia”, enfatizó.

Ambos coinciden que pasan los días de verano encerrados en su casa, ya que el aire se convierte en irrespirable. “Debido al martirio en que se ha convertido nuestras vidas, la Comuna en su momento nos puso en contacto con un ingeniero agrónomo, que después de algunas llamadas intervino sobre el caso. La respuesta obtenida no fue la que esperábamos, ya que nos dijo que todo estaba en regla y que las prácticas eran las permitidas. Aún no hemos recibido la receta de los químico que utilizan para fumigar, cosa que nos había prometido”, concluyó Cristian.

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