Por Rubén Alejandro Fraga

“Sé que no llegaré, pero llegará la juventud si estudia, trabaja y persevera”. La cita es del ilustre político y periodista rosarino Lisandro de la Torre, quien nació un día como hoy, hace 149 años, y pasó a la historia como el Fiscal de la Patria.

Nieto de vascos que emigraron a la Argentina cuando España cayó bajo la espada de Napoleón, Nicolás Lisandro de la Torre vino al mundo en Rosario el domingo 6 de diciembre de 1868 y cursó sus estudios en el Colegio Nacional Nº 1. Luego partió hacia Buenos Aires donde se instaló en casa de unas tías y se recibió de abogado a los 20 años.

Por entonces, lo conmovió la prédica educativa laicista de Domingo Faustino Sarmiento. Desde muy joven, Lisandro comenzó a participar en la actividad política y se sumó a una naciente fuerza: la Unión Cívica, liderada por Leandro Nicéforo Alem y Aristóbulo del Valle, en la que también se iniciaron políticamente Hipólito Yrigoyen y Juan B. Justo. Como los anteriores, también se inició en la masonería, institución donde reafirmó sus ideales laicos y progresistas.

La frustrada Revolución del Parque, el 26 de julio de 1890, lo contó al joven abogado rosarino entre sus filas. Luego, el 30 de julio de 1893, un movimiento revolucionario de similares características se llevó a cabo en Rosario y De la Torre fue uno de los jefes de las milicias que lograron tomar la ciudad como paso previo a la caída del poder provincial. Si bien el gobierno santafesino fue tomado el 1º de agosto, el gobernador Mariano Candioti y los miembros de su gabinete se vieron forzados a renunciar poco después. Entre ellos, De la Torre, su ministro de Justicia.

En 1895, De la Torre fue nombrado director de El Nacional, el combativo diario porteño de Del Valle. Pero un año más tarde, la muerte de Alem y la de Del Valle dejaron al partido virtualmente acéfalo, agudizándose en su interior los enfrentamientos. Un pacto entre radicales y mitristas consolidó una alianza que, para algunos, como Yrigoyen, no era más que un acuerdo con el “régimen”.

Duelo al amanecer

De la Torre, que defendía esa nueva “política paralela”, encaró entonces una personalizada lucha con quien más tarde sería el primer presidente radical. El encono llevó a Yrigoyen y De la Torre a enfrentar sus sables en San Fernando, al amanecer del 6 de septiembre de 1897, en un memorable duelo. Las condiciones pactadas no eran light: a filo, contrafilo y punta, y autorización para liquidar al oponente si uno podía lograrlo.

De la Torre era convencional santafesino del radicalismo; Yrigoyen, el jefe de ese partido, que en febrero de 1905 haría tomar como rehén en Córdoba al vicepresidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, para intentar infructuosamente derrocar con las armas al eterno gobierno oligárquico del país –entonces representado por Manuel Quintana–, reemplazándolo por uno salido de la clase trabajadora.

Lisandro había acusado a Hipólito ante los otros convencionales de “egoísta, malsano y paternalista”, declarando a continuación que “su influencia es hostil y perturbadora”. Inmediatamente, el caudillo lo retó a duelo con el arma que se le antojara, aunque con el deseo íntimo de que eligiera los puños. “Quiero romperle la jeta a ese cajetilla perfumado”, declaró entonces el Peludo.

El coronel Tomás Vallée y Marcelo Torcuato de Alvear, que llegaría a ser presidente de la Nación, fueron los padrinos de Yrigoyen. De la Torre, que eligió como representantes a Carlos Rodríguez Larreta y a Carlos Gómez, les dijo a éstos: “Usaré sable porque lo voy a moler a planazos a ese viejo de mierda”. Y en los días previos al lance se floreó ante ellos, en el Jockey Club de Buenos Aires, con unas elegantes fintas con el arma elegida.

Lisandro tenía 28 años, Hipólito 45, y al alba del 6 de septiembre de 1897 salieron sable en mano de uno de los galpones portuarios de las Catalinas Sur, en Buenos Aires. De la Torre era ágil y esbelto además de un eximio esgrimista; mientras que su contendiente tenía 17 años más y un gran sobrepeso, se movía con lentitud y sostenía con dificultad su arma. Habían sido amigos íntimos y ahora se odiaban con ferocidad, y de tal manera que el combate era a muerte.

Sin embargo, Yrigoyen, a quien se lo suponía torpe en estas lides, no sufrió rasguño alguno y en cambio cortó en la cara a su rival, quien quedó cubierto de sangre por el tajo. Finalmente, tras media hora de fieros sablazos que cortaron más que nada el aire los padrinos acordaron la reconciliación. Ambos estaban bañados en sudor. Pero Lisandro además estaba empapado de sangre, ya que tenía heridas en un antebrazo, la cabeza, la nariz y las mejillas.

No se pudo saber lo que iba a decir Lisandro cuando extendió su mano al vencedor porque su duro rival, que entre otras cosas había sido comisario de Policía, lo miró con desprecio, le tiró el sable a los pies y se fue sin mirar una sola vez para atrás. Se trató de uno de los lances más célebres de la historia argentina. De la Torre se marchó del campo del honor con una herida en su rostro que lo obligó a dejarse la barba desde entonces para disimular la imborrable cicatriz. Dos días antes, De la Torre había renunciado a la Convención Nacional de la Unión Cívica Radical.

Treinta y ocho años más tarde, en 1935, De la Torre volvería a batirse a duelo. Esta vez con el ministro de Hacienda del gobierno conservador y fraudulento del general Agustín P. Justo, Federico Pinedo. Pinedo y De la Torre se enfrentaron con pistolas en El Palomar. Manuel Fresco y Robustiano Patrón Costas fueron los padrinos del ministro. Jorge Robirosa y Lucio F. López, representaron a De la Torre. El general Adolfo Arana fue el director del lance. El líder demócrata progresista disparó al aire, pero Pinedo apuntó a la cabeza de su rival y erró. Cuando a De la Torre le preguntaron si estaba dispuesto a reconciliarse, respondió que él no se reconciliaba con quien nunca había sido amigo.

Con la pluma y la palabra

En 1898, De la Torre retomó el periodismo, fundando y dirigiendo La República, diario que se propuso “asumir en la prensa de Rosario la representación del partido radical de la provincia”.

Pero tiempo después, decidió canalizar sus preocupaciones políticas a través de un nuevo partido: la Liga del Sur. Creada en 1908, le permitió tras algunas experiencias fallidas ocupar una banca como diputado nacional en 1912. Tres años después, y con la mira puesta en el recambio presidencial, la Liga derivó en un nuevo espacio político, el Partido Demócrata Progresista (PDP), que lo llevó como candidato frente a la fórmula radical encabezada por Yrigoyen que ganó los comicios.

Desde la oposición, De la Torre intentó favorecer el desarrollo del PDP en la provincia. En 1922 fue elegido diputado nacional y ocupó la banca hasta 1925 en que se retiró al campo de Las Pinas.

El Fiscal de la Patria

La década del 30 lo enfrentó con su antiguo correligionario y amigo, el general José Félix Uriburu, a quien rechazó la invitación de formar parte del gobierno instaurado por el golpe del 6 de septiembre de 1930 que derrocó a Yrigoyen.

Un año después, se presentó como candidato a presidente junto al socialista Nicolás Repetto. Pero su intento fue en vano: eran los tiempos de la denominada Década Infame y el fraude reinaba en el país. Al llegar a la presidencia el general Agustín Pedro Justo y pese a los límites estrechos dentro de los cuales podía desarrollarse la acción parlamentaria, De la Torre decidió llevar adelante desde el Senado de la Nación, al que había accedido en 1932, una práctica política que pusiera al descubierto los alcances más corruptos del proyecto conservador.

Su actitud de crítica y denuncia no omitió ningún eje de discusión. Y protagonizó memorables alocuciones en el Senado de la Nación denunciando la corrupción gubernamental. Pero agobiado, aislado, fuertemente afectado por el asesinato de su correligionario y senador electo Enzo Bordabehere –en un atentado perpetrado por el matón Ramón Valdez Cora en el recinto de la Cámara alta de la Nación que lo tenía como destinatario– renunció a su banca en enero de 1937 y desde entonces sus apariciones públicas fueron muy escasas.

El último acto de don Lisandro

Despuntaba 1939 y el verano golpeaba sin piedad a los porteños. El calor hacía sentir su rigor en la austeridad del viejo departamento alquilado, en el segundo piso de la calle Esmeralda 22, donde aquel hombre que había batallado durante años por una Argentina mejor se encaminó con paso lento hacia las ventanas por donde se filtraba el bullicio de la calle en pleno mediodía.

Lisandro de la Torre las cerró, y notó que el almanaque en una de las paredes tenía la fecha del día anterior. Arrancó entonces el papel del taco y dejó al descubierto la hoja correspondiente al jueves 5 de enero de 1939, el último día de su vida.

Es muy probable que el fantasma de su viejo camarada y maestro, el doctor Leandro N. Alem, quien se quitó la vida en 1896 cuando era máximo referente del incipiente Partido Radical, haya sobrevolado en ese instante las penumbras de su cuarto.

Con 70 años recién cumplidos, el rosarino que llegó a erigirse en las primeras décadas del siglo XX en uno de los máximos referentes nacionales de la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder y los negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales, se sintió vencido.

Golpeado por los fracasos políticos, frustradas revoluciones, los negociados impunes que descubrió, las inequidades que no pudo vencer, las presiones económicas y el fraude electoral, De la Torre consideró que personalmente ya no podía hacer nada más para dotar a la Argentina de aquello que él consideraba necesario para su progreso y desarrollo.

Sentado en el sillón, tomó un revólver y lo apuntó directo a su corazón. El también llamado Fiscal de la Nación, habrá recordado quizás en ese instante final a sus viejos maestros como Alem y Del Valle, a su malogrado compañero de banca en el Senado, Enzo Bordabehere, a su entrañable y perdido campo de Las Pinas en Córdoba.

Sólo Dios, aquél en quien él no creía, hubiera podido torcer su decisión. Por eso, don Lisandro apretó con firmeza el gatillo del arma que destrozó su corazón. En su última carta pidió a sus amigos: “Si ustedes no lo desaprueban desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo”.