Por Esteban Guida*

Con el anuncio del presidente Macri respecto al inicio formal de las conversaciones entre el gobierno argentino y el Fondo Monetario Internacional (FMI) se reviven los pasajes de una triste historia para el país. En encuestas realizadas por consultoras especializadas y otras que se vieron en las redes sociales, relevaron un contundente rechazo a la idea de volver a tomar financiamiento de este organismo. Pareciera ser que, incluso antes de conocer las condiciones de un posible préstamo, ya se desconfía de los resultados de la maniobra, hecho que incluso genera opiniones encontradas dentro del propio oficialismo.

Existen motivos fundados para sospechar que un nuevo acuerdo con el FMI le significará a la Argentina asumir un compromiso cuyo resultado es el beneficio de unos pocos, con cargo al Estado argentino y al sacrificio de las grandes mayorías populares.

En primer lugar, cabe mencionar que el objetivo de un acuerdo con el FMI al estilo “financiamiento preventivo”, como lo denominó el propio ministro Dujovne, tiene el objetivo principal de llevar calma a los mercados. Garantizando una cuantiosa suma de divisas dispuestas inmediatamente para el país, se busca que quienes hayan realizado inversiones especulativas en pesos (aprovechando las inusuales tasas de interés que ofrecía el BCRA con sus colocaciones de letras), no abandonen las mismas y se pasen masivamente al dólar acelerando la fuga de capitales.

La lógica es que la súper tasa del 40%, más el respaldo del FMI, devuelvan la confianza en la solvencia inmediata del sistema y propicien la renovación de los compromisos de deuda del BCRA y el Tesoro de la Administración Nacional.

Sea que esta medida tenga el efecto esperado, como que no lo tenga, el desenlace resulta ser siempre el mismo: los especuladores obtienen ganancias extraordinarias, que luego convierten a dólares para finalmente fugarlos, aprovechando el marco legal instrumentado por el gobierno, tal como les prometió y garantizó el propio Macri desde que fue electo presidente.

Lo gravoso de este extraordinario negocio dispuesto para que ganen los grupos financieros, es que el país deberá asumir el compromiso de repago (o sea, pagar la deuda que sirvió para financiar la fuga de capitales), pero también aplicar las medidas económicas que el organismo internacional pretende, estableciendo la prioridad política de atender los compromisos de deuda con los acreedores internacionales.

Esta lógica no resulta un invento prejuicioso. El país tiene en su historia reciente un claro antecedente de este mecanismo de endeudamiento y subordinación, ya que durante los años 2000 y 2001, el país celebró acuerdos de préstamo de estas características que siguieron el derrotero descrito.

Con el denominado “Blindaje” anunciado por el presidente Fernando De la Rua, el 18 de diciembre de 2000, sólo se logró ganar tiempo y condicionar aún más la política económica del país. A pesar de los rimbombantes discursos que anunciaban la posibilidad de acceder a casi 40.000 millones de dólares en préstamos, la fuga de capitales siguió su ritmo.

Durante esos meses, el FMI mantuvo reiteradas reuniones con el gobierno argentino y dictó memorandos felicitando las medidas aplicadas por el país, muchas de ellas aprobadas por el Congreso de la Nación y divulgadas por los medios oficialistas como grandes logros.

El resultado implicaba un incremento en el endeudamiento público y la asistencia financiera para sostener artificialmente el nivel de reservas suficiente para garantizar la Convertibilidad a los
sectores de poder.

Se estima que la fuga de capitales en el año 2001 alcanzó los 30.000 millones de dólares.

Fueron dólares que estuvieron dispuestos para quienes se anticiparon a la maniobra con información reservada y mecanismos agilizados para operar la fuga, incluso fuera de la normativa cambiaria (el entonces presidente del BCRA, Pedro Pou, fue acusado por mal desempeño bajo la sospecha de propiciar la fuga y removido de su cargo el 25 de abril de 2001). Cuando los ahorristas quisieron retirar sus ahorros de los bancos, los dólares ya no estaban y la convertibilidad ya no existía.

A las pocas horas, el FMI retiraba la ayuda financiera, lo que implicaba que el país declarara el default, de hecho, de parte de su deuda pública.

Pensar mal acerca de una posible intervención financiera del FMI en Argentina, no es un capricho, o un prejuicio ideológico. Si bien el contexto es distinto y los argentinos ya tienen en su acervo las marcas de una dura experiencia, las medidas de política económica tomadas por el gobierno de Macri, parecen copiar el nefasto derrotero de decisiones que llevó al país a una crisis que ninguna persona de buen fe quisiera repetir.

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