Por Candi

—Debo decirlo una vez más, Inocencio: a veces pienso si la humanidad no ha entrado en esa etapa ya profetizada hace miles de años atrás de decadencia y fin o cambio de orden. Por un lado, uno advierte un progreso científico y tecnológico maravilloso, sorprendente; por otro, un retroceso en el orden espiritual, moral, cultural, intelectual, educativo que me lleva a preguntarme ¿De qué sirve el gran avance material de la humanidad?

—Bueno, luego de leer las noticias diarias yo también me pregunto: ¿En qué etapa se encuentra la humanidad, creciente o decreciente? ¿Leyó ayer lo de esa joven mamá que en el Chacho abandonó a su bebé en plena calle?

—Sí, claro. Hay en la humanidad una clara y penosa falta de valoración de la vida. Atentados terroristas, hambre, robos, homicidios, todo en medio de grandes avances tecnológicos y científicos.
-Sí, en la antigüedad el grado de desarrollo intelectual, económico, tecnológico y científico era, como todos sabemos, muy inferior al actual, con lo que, comparativamente, el hombre en el marco de ciertos valores lejos de haber progresado parece haber involucionado.

—Y para colmo, hemos perdido la capacidad de asombro. Leemos que se produjo un homicidio y leemos no más que la noticia del día. Leemos que hay guerra, que hay hambre, que hay injusticias de todo tipo y leemos algo que parece haber sido adoptado como una condición natural del hombre y su existencia, algo normal que pertenece al paisaje humanitario.

—A mí me parece Inocencio, que el ser humano se ha materializado demasiado, se alejó peligrosamente del plano espiritual. Es decir, el hombre ha perdido en buena medida el temor a Dios y a lo sobrenatural. En cierta forma se ha erigido en Dios.

—Sin ánimo de entrar en debate, ni polemizar, fíjese que el planteo de hoy es si una mujer tiene derecho a terminar con la vida que lleva en su vientre, como si esa vida le perteneciera. Hace mucho tiempo leí en un poema de Gibrán un verso que decía: “tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida”.

—Claro, pero parece que le cuesta comprender a la sociedad moderna el milagro de la vida, el sublime valor de ésta. Entonces se producen aberraciones como la de invadir un país y matar gente sólo por riquezas; asesinar a un obrero para robarle la bicicleta; permitir que un gran número de seres mueran en el mundo por hambre, sólo porque otros seres tienen un apetito desmedido de riquezas.

—Es decir, hay una gran cuota de egoísmo en todo el pensamiento humano y asistimos al hecho cierto y real, como decíamos, de que el hombre progresó en ciertos aspectos, pero en otros parece haber ingresado en un notorio declive.

—De todos modos, Dios concedió al hombre el libre albedrío y éste puede optar por varios caminos que los religiosos llaman de salvación o de perdición. La duda que puede sobrevenir es si el hombre individual se puede salvar en una sociedad que no está dispuesta a salvarse, si el hombre individual, ese que elige el camino del amor, de la justicia, de la paz, puede sobrevivir en una comunidad que, en el mejor de los casos, ignora a Dios.

—¿Y qué respuesta tiene a eso?

—Yo, que no soy un religioso practicante, hace un tiempo he comprendido que una vida mejor se logra respetando a Dios y sus principios. O por lo menos, si usted no es creyente, respetando los principios de la Creación, de la naturaleza. No me cansaré de dar testimonio de eso, de dar testimonio de la imperiosa necesidad de amar al prójimo como a uno mismo. Claro, no es fácil para quienes procuran vivir en la justicia y el amor hacerlo en una sociedad indiferente a esos valores, pero entonces sólo queda un camino: confiar en Dios.

—Usted habla de Dios y miles se burlan.

—¡Ah, pero mi buen amigo! Yo como Góngora digo: “Ándeme yo caliente, y ríase la gente!”