El regreso de Carlos Tevez le aportó a Boca un envión fundamental y decisivo a la hora de conducir al equipo campeón en la senda que lo llevó al titulo, tal vez con mucho más peso en el plano emocional y del temple que escaseaba en las filas xeneizes, que en lo futbolístico.

La presencia de Carlitos, como reza la camiseta número 10 que luce desde que volvió del fútbol italiano, fue determinante para sostener a un equipo que flaqueaba después de su eliminación en la Copa Libertadores, y que necesitaba con urgencia savia nueva para respirar.

Una savia que Boca ya conocía tras el surgimiento de una promesa que en 2001, cuando debutó en Primera División, comenzó a mostrar uñas de guitarrero para el concierto grande, y que en 2003 conocería las mieles de una trilogía inolvidable.

De la mano de Carlos Bianchi, al igual que tres años antes, Boca ganaba torneo local, Copa Libertadores y la Intercontinental, con un Tevez juvenil, pujante y ganador.

Desde aquel debut a sus 17 años ante Talleres de Córdoba el 21 de octubre de 2001 (fue derrota por 1-0), cuando Bianchi preparaba su primer adiós como DT xeneize, Tevez escribió páginas brillantes de la mano de su entonces explosivo pique corto y capacidad para desequilibrar en el área rival. En 2002, Oscar Tabárez le dio continuidad, especialmente en el segundo semestre, y terminó el año con 8 goles en su haber.

En 2003, con Bianchi otra vez como entrenador, llegaría la explosión del Apache, que en su sobrenombre mostraba su carta de presentación: el origen pobre, el barrio de su infancia (Fuerte Apache, Ciudadela Norte, en el duro Gran Buenos Aires), el fútbol como posibilidad grande para un pibe que la rompía en las canchitas del barrio, y que en Floresta encontraría su primer club de la AFA, All Boys y un porvenir que asomaba.

Enseguida llegó Boca con billetes frescos, y a los 14 años el azul y oro que lo apasionaba, comenzó a cobijarlo. A sus 19, la triple corona de 2003 lo encumbró bien alto, lo puso en el mercado grande de pases y hasta lo tuvo como protagonista de una polémica con la selección nacional. En 2004, llegaron los primeros mareos de la fama, la exposición en programas chimenteros y la venta inminente por una montaña de billetes.

Se fue campeón de la Copa Sudamericana 2004 (2-0 al Bolivar en la Bombonera, goles de Palermo y Tevez), con el Corinthians como destino. Dejaba un gran recuerdo en La Boca, con 110 partidos jugados, 38 goles y 4 títulos ganados.

Después llegaría la etapa europea en Inglaterra, con tres camisetas para una campaña que iba de menor a mayor (West Ham y las dos de la ciudad de Manchester), polémicas con entrenadores de la gran élite y el pase a la Juventus. En Turín volvió a sonreír y a gritar campeón. Y a soñar con el regreso a Boca.

Diez años después de su partida, la vuelta lo encuentra maduro y responsable, jugador de equipo y líder. Es decir, lo que necesitaba el dubitativo y endeble equipo del Vasco Aruabarrena en las partidas bravas. Tevez llegó cansado por el arrastre de una temporada más larga que nunca, la europea combinada con la del torneo argentino, pero igual fue vital en su protagonismo.

El once xeneize había arrancado 2015 como para comerse a los chicos crudos: puntaje ideal en la fase de grupos de la Libertadores, y una falsa imagen arrolladora porque esos tres rivales no eran parámetro para medir el poderío de nadie. En el primer cruce serio, River lo eliminó y en las semanas siguientes Aldosivi y Velez, ninguno de los dos de gran campaña, lo dejaron tecleando en el torneo local.

A ese equipo sin identidad, y en donde Daniel Osvaldo no pudo asumir el rol protágonico que dirigentes e hinchas imaginaban, llegó un Tevez que fue recibido como sólo los grandes ídolos pueden hacerlo: una Bombonera repleta lo mimaba y le pedía que se ponga la pilcha sino de súper héroe, al menos de gladiador.

Si bien no logró que Boca sea un gran equipo -es el mejor del torneo por sus números y algunos momentos de buen fútbol, pero sin identidad de juego y con fallas defensivas que cuando lo apuran sale lastimado-, le pudo dar su impronta en el temple, en las ganas, en el compromiso y en la garra que nunca debe faltar con esa camiseta. Hizo goles importantes, comandó al equipo a una muestra de carácter que en el Monumental hizo callar a River y contagió lo que vino a contagiar.

Más no se le puede pedir. Los años empiezan a acusar recibo y es evidente que ya no puede desequilibrar fácilmente en velocidad como en aquella época de su fulgurante aparición. Como le pasa a cualquiera que esté a tres meses de cumplir 32 años.

Pero «El jugador del Pueblo» no defraudó. Al menos al pueblo xeneize, que en esta época de vacas flacas en cuanto a títulos importantes, lo lleva como su bandera a la victoria.