Por Lisandro Werbin – 70/30

“Al principio la tierra es fría,
pero en la mano y después en la boca entra en calor.
Separé un poco y lo levanté. Me lo llevé a la boca. Tragué.
Cerré los ojos, sintiendo cómo la tierra se calentaba,
cómo me quemaba por dentro, y volví a comer un poco más.
La tierra era el veneno necesario para viajar hasta el cuerpo de María
y yo tenía que llegar”.

A lo largo de la historia, los mitos que explican el origen del universo reservan un lugar especial a la tierra. Por ejemplo, en Grecia, mucho antes de que Sócrates naciera al mundo, Jenófanes puso en la tierra la causa de todas las cosas. Hipócrates, otro presocrático, afirmó que la tierra representaba la melancolía. Para el hinduismo y el budismo la tierra habla de lo perfecto, lo inmaculado, la moralidad y la paciencia.

Nuestro idioma destina la palabra tierra al planeta que habitamos; y tierra también es la patria que nos escuchó dar el primer latido. Hogar, origen, lugar de todas las cosas. La Madre Tierra nos nutre y recibe nuestros pasos, guarda nuestras huellas, tiembla destruyendo ciudades. Tierra es también donde los arqueólogos buscan los secretos del pasado.

En la hora de la muerte los cuerpos se entierran y hubo un tiempo en que se esperaba, y muchos todavía esperan, que esos cuerpos retornen en el día del juicio final. La tierra los recibe, los cuida y devora. Transforma la muerte en vida y desde el jardín florido hasta los bosques, desde los picos nevados hasta el fondo oceánico, no hay manera de escapar de lo terrenal, de lo terrestre.

Justamente por eso, quizá, muchos tenemos preferencia por las ventanillas en los aviones: esa perspectiva nos permite ver, arrancados de la superficie, lo que siempre vemos, pero de otra manera.

Tierra: lo eterno, lo inevitable.

Todo eso pensé leyendo Cometierra, de Dolores Reyes, que Editorial Sigilo puso en las librerías este año. Todo eso y mucho más. Porque si lo único que permanece es la tierra, si nos sobrevive, su novela monta un gótico subterráneo que nos sumerge en las capas inaccesibles, donde los gritos del horror conviven con las semillas que despiertan.

Narrada en primera persona, el personaje principal sólo tiene por nombre Cometierra. Es una mujer joven que todavía está germinando en el sustrato en el que habita: la pobreza, la exclusión, la desesperanza. Esa vida que tienen, hoy por hoy, la mitad todos los que nos levantamos cada mañana en este país.

“Cierro los ojos para apoyar las manos
sobre la tierra que acaba de taparte, mamá, y se me hace de noche.
Cierro los puños, atrapo y la llevo a la boca.
La fuerza de la tierra que te devora es oscura y tiene el gusto del tronco de un
árbol. Me gusta, me muestra, me hace ver”.

Cuando su madre murió no quería soltar el cuerpo, no quería que se vaya, que se la lleven, que desaparezca. Todo mito compensa una falta, restaura un orden, narra un dolor; y esa niña que grita que la dejen, que su madre es suya, puso en acto un ritual: arrodillada, se lleva a la boca la misma tierra que recibirá a su madre. En ese instante su cuerpo se transforma, ya no es sólo ella, ya no son sólo sus huesos y órganos, la sangre que la recorre, el aire que entra y sale.

Desde ese momento, Cometierra será profeta de un lenguaje. La tierra le habla, le muestra, le pide justicia.

Si el mundo es una fosa común, ella irá distinguiendo los cadáveres. La tierra le dirá que fue su padre quien mató a golpes a su madre y le mostrará cómo fue y dónde están otros cuerpos que esperan ser encontrados. Como un tratado de mística ecológica, la novela denuncia la violencia que la tierra rechaza, la humanidad que no merece un suelo que pisar.

“Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo,
una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor,
de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo.
Algo roto, en donde vive el cuerpo que no vuelve”.

A ella llegarán las súplicas, el llanto de las madres que buscan a sus hijas, desaparecidas sin dejar rastro. Cometierra ofrece su cuerpo a cambio de la revelación de los lugares, las causas. Reconstruye en sus entrañas los silencios que la sociedad impone. La mayoría de los casos son mujeres, porque Reyes ejecuta una denuncia contra la violencia de género.

Mezcla de policial y realismo mágico, la novela retoma lo mejor de muchas tradiciones, entre las que puedo reconocer a una Sara Gallardo que ha mutado su Eisejuaz indígena que siente la voz de la naturaleza, para ponerlo en el conurbano bonarense. También palpita la crónica de Cristian Alarcón y su Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, en el que la villa hace erupción y nos vemos cara a cara con una realidad mítica y dramática.

Entre el espanto y la ternura, entre el amor y la venganza, entre el odio, la tristeza, la alegría que llega y se va, los personajes de Cometierra fueron elegidos, señalados, para deshacer lo que los hombres han hecho. Porque si la tierra es el origen, y el origen es siempre un misterio, cuando todo pide justicia hay que encontrar maneras de escuchar.