Por Facundo Díaz D’Alessandro

Sábado. Rosario. 10 de la noche. Rumbo a La Sala de las Artes, el taxista pregunta, mientras tararea una canción de Keane, “¿qué hay ahí?” esa noche. – Juana Molina. ¿Y qué música hace?. La llana pregunta expone el primer adjetivo que adviene: rara. 

Curiosamente así se llamó su primer disco, hace ya largos 23 años. La definición no busca ser despectiva; quizás lo más correcto hoy, con varias publicaciones, giras por casi todos los continentes y “alabanzas” de la crítica, sea decir que su música es inclasificable. O ella “una distinta”. 

No obstante, como quedaría demostrado tras el show, lo que importa no son las etiquetas que puedan ponérsele, sino la potencia de lo genuino en el arte de Juana: como si fuera agua, se mueve cual torrente por distintos géneros y texturas, y hasta puede amoldarse, en remansos, a alguno que la contenga. 

Ese viaje musical tuvo su última parada en la ciudad el pasado fin de semana, la cual estuvo nutrida primordialmente por su excelso último registro discográfico, Halo (2017).

JMolinaSalaDeLasArtesCeciCordobaEl primer corte del álbum, el hiperquinético y bailable Cosoco, sirvió como presentación. No faltaron otros de gran vuelo como Sin Dones, Estalacticas, Paraguaya o In The Lassa. También se permitió tocar “clásicos” como Un Día, Lo Decidí Yo, o perlas de su anterior trabajo, como Wed 21, Eras o Sin Guía, No. 

Todo ejecutado a la perfección por el trío, que en éste caso tuvo al multiinstrumentista Odín Schwartz y al baterista Pablo González como backline. La química escénica, aceitadísima a esta altura, es evidente y se nota que las performances en este formato, que ya lleva unos años en sus shows, influyó en las canciones de Halo.

Por su naturaleza, la obra de esta artista que abandonó su carrera “meteórica” como actriz cómica en los primeros 90’s para hacer canciones, tiene un fuertísimo tono de originalidad: se nota que a Juana le sale de adentro y no busca saciar más que su propia sed. 

La complejidad de ese universo interno, puede apreciarse en la multiplicidad de texturas que imprime a cada canción, puede dar esos “bucles” de guitarra (dulces o crudamente metálicos), bases electrónicas o teclados disonantes, pero que terminan armonizando muy bien en piezas climáticas.

Las presentacines en vivo también se impregnan de ese ambiente sonoro profundo, como si el público entrara, en trance, al ático personal que componen sus creaciones. 

Hoy parecen haber quedado en otra época las suites sutiles del estilo de Quién, Vive Solo, o Sálvese Quien Pueda, de acústica y cuerdas de nylon. Se la ve muy cómoda con su “viejita” (la Gibson SG del 66’, al mejor estilo Angus Young) con la que transita casi por completo la mayoría de sus shows.

Juana Rosario Molina es ya una experimentada niña que, al ritmo de sus juegos musicales, no para de crecer (aunque contenga todas Las Edades). 

Siempre alterando las fronteras del perímetro (y agrandándolo en ese experimento constante), se sale de sus confines y eleva, cada vez más, la vara de su obra. Y si la música es agua, en el desierto espiritual del siglo XXI, ella sí que tiene sed verdadera.

Fotos: Cecilia Córdoba Fotografía/@cecicordobafotografia