El bandoneonista Rodolfo Mederos afirmó alguna vez que el músico, como un imperativo de su oficio, debe traicionar a público con la ofrenda de aquello que no espera: acaso, tal vez por eso, a los 79 años, recuperó anoche el concepto de «Generación cero» –una formación experimental que lideró en los ’70- para presentar nuevas músicas que, por supuesto, interpelan un tiempo estético diferente de aquel que desafió con la idea primigenia.

«Hago esto por tres razones: para desafiar mis propios límites; para aportar algo a la identidad musical de la ciudad de Buenos Aires; y porque siempre voy contra las modas, porque el arte puede existir fuera del mercado», proclamó Mederos en el Centro Cultural Kirchner, al inicio del concierto, que fue un continuo perfecto. Sin pausa, palabras ni interrupciones. 

«Generación cero» fue el modo con el que Mederos, en 1976, encontró una respuesta musical –pero también personal y laboral- a un tiempo complejo para la salud del tango, universo en el que tenía un lugar ganado como bandoneonista de Osvaldo Pugliese pero que estaba erosionado por una atmósfera musical adversa para la estética y el cimbronazo protagonizado por Astor Piazzolla. En esa encrucijada, Mederos encontró en el rock argentino naciente terreno para indagar su propio destino. 

Aquella formación –o aquella idea, porque la formación era variable- se ubicaba por fuera del tango, con un funcionamiento jazzístico y un estilo cercano al rock sinfónico. Alumbró dos discos, «Fuera de broma» (1976), más apegado al género del que Mederos trataba de emerger (había una fila de bandoneones con Daniel Binelli y Juan José Mosalini), y «De todas maneras» (1977), ya con la guitarra rockera de Tomás Gubitsch, que ayudó a consolidar un sonido nuevo. La «Generación cero» de anoche no respetó ni uno ni otro esquema.

El comienzo fue de algún modo exasperante. Durante los veinte minutos previos al inicio del concierto se irradió en la sala una secuencia de sonidos diversos: clusters, un tren en movimiento, el sonido de un grillo, el repiqueteo de una máquina de escribir… una construcción que no era agradable al oído pero que advertía al público que lo que estaba por ocurrir respondía a un código de escucha inusual. Nadie más equivocado que quien esperaba las convenciones musicales de cuando Mederos sube al escenario con su trío o con el formato de la Orquesta Típica.

Ya en el fárrago musical, la formación exhibió un bandoneón central (uno solo), que compartió ese lugar con la guitarra de Armando de la Vega, ladero habitual de Mederos, de prosapia bien diferente a la guitarra de la formación original. Y la novedad tímbrica apareció en la incorporación del violonchello (Jacqueline Oroc), más el esquema de contrabajo-bajo (Guido Martínez) y batería (Facundo Amaya) que le permitía a Mederos, cuando disponía, de liberar a su bandoneón de trabajar en la función armónica y moverse según la necesidad de la composición.

Sonido electrónico, música escrita (sin improvisación) y composiciones construidas sobre un leit motiv (melódico y rítmico), pero sin un despliegue horizontal en la partitura sino con patrones que eran atacados, sucesiva o simultáneamente, por los diferentes instrumentos para edificar un sonido de formas no establecidas. 

Una vez impuesta esa atmósfera, presentado el código de «Generación Cero», Mederos se permitió algunas licencias en el escenario. 

Allí alumbraron versiones de «Luna tucumana» y «Muchacha ojos de papel» (Spinetta e Invisible fueron un aliado estratégico de Mederos en aquellos setenta), en las que se recuperó el desarrollo melódico, pero ejecutadas de forma extremadamente morosa, primero desde el bandoneón para luego sumar al resto de los timbres. Hubo allí, más no sea por el contraste, un interesante ejercicio con el modo en que el mismo bandoneonista encara los arreglos de las composiciones clásicas en el formato de trío. 

Para el final irrumpió en escena una fila de bandoneones pero con el ánimo de volver al lenguaje inicial del concierto, que se prolongó durante una hora y media.

Si se trataba de traicionar la comodidad del público, habrá que señalar que la mayoría de la sala respondió con un cerrado aplauso, aunque una minoría –no significativa- abandonó la sala con las asperezas de una música que puede no ser fácil de digerir para el oyente desprevenido. 

Luego, la interrogante sobre el impacto y la perseverancia de estas músicas en una época en donde las ofensas que esta novedad provocó en los ’70 desaparecieron, quedará en manos del tiempo.