Por Lisandro Werbin

Tengo una piedra en el pecho que late porque es mi pobre corazón atormentado una piedra atormentada que deslía piedrecitas heladas a lo largo y ancho de mi torrente sanguíneo.

Suele pasar que las segundas partes no son tan buenas, cuando no peores, que las primeras. Es ley. Pero a veces se produce el milagro. Es el caso de «Las amigas», de Aurora Venturini, que Editorial Tusquets nos entregó en noviembre de este año. Venturini (1922-2015) fue una gran sorpresa. Rompió todo, lo hizo pelota. Apareció de la nada, incógnita en un concurso con su libro «Las primas» y se transformó en culto. ¿Por qué? Porque descompuso el lenguaje y puso en marcha una manera, una estética despiadada y mórbida. “Que los muertos entierren a los muertos”, dice Yuna Riglos, personaje que atraviesa ambas novelas; y la autora bien lo hace: «Las amigas» es una obra póstuma que brota desde la muerte para dar cierre a sus personajes.

Exquisita, erudita y sin tregua, Venturini despliega la madurez de Yuna, la niña extraña que presentó en «Las primas». Es una novela-río, torrente sanguíneo que no se detiene en puntos y comas. No hay signos que ordenen la lectura y esa es la clave: el fluir de la conciencia o monólogo interior nos desafía a entrar en un laberinto cuyo centro es imposible, porque el laberinto mismo es el centro.

Empecé a leerla y no pude parar. No hay descanso y Venturini lo sabe. Escrita en primera persona, Yuna nos habla y ese hablar la desgasta. Advierte no ser escritora, advierte el cansancio de escribir semejante testamento. Reniega de su escritura y en cada párrafo confiesa que no quiere hacerlo, se dice “basta”, pero no puede negar su destino narrativo. Tiene que contarnos, hacernos cómplices del horror, del desgano que implica vivir y del hartazgo ante la gente. Poca paciencia, y con razón. La novela tiene dos partes. La primera hace un paralelismo entre Alejandra Pizarnik y Antonella, una muchacha joven que llega de la nada, sin documentos, huyendo de su padre y de un aborto reciente y forzado. Después de un tiempo, Antonella partirá hacia el amor para volver una y otra vez, cada vez más errante y herida. Yuna jamás le perdonará el abandono. Le dio un hogar y se siente traicionada. No olvida. Borra los nombres que la lastimaron y maldición eterna a quien lo haga.

Pero hay piedad. Conoce los caminos del espíritu. Es testigo del dolor, comprende la locura. Su infancia le enseñó sobre el sinsentido y la caricia ausente. Cada vez que dice No, Yuna inventa un Sí a destajo, a fuerza de una sensibilidad que la condena a la decepción. No hay amor en el mundo, lo sabe, pero da pelea contra esa certeza.

Quisiera ser imbeciloide profunda irrecuperable y estar al fin de un mal sueño de aquellos que espantan a los minusválidos y los echan a correr en mitad de la noche y aunque llueva, es una desesperación que sirve para volver ciertos aconteceres soportables mientras que si hay que andar en la vigilia clara de los seres llamados normales no se soporta.

La segunda parte llega tocando el timbre. Matilde es un cuerpo doliente que viene desde el pasado para actualizar una amistad que es súplica. Matilde sufre por un amor cruel que habla de la propia crueldad que la amiga se brinda a sí misma. Cuando abre la puerta, Yuna quedará prendida a una historia que aborrece. Pero entre todo lo vivido, está acostumbrada. Ante el espanto, Yuna ofrecerá generosidad a regañadientes. No quiere ser generosa, pero la soledad y la rutina muestran sus propósitos y ella abre la puerta todas las veces hasta quebrar el deseo: se le reclama amor, amor que nunca recibió de nadie. Cada vez que cierra la puerta, despierta una herida.

Cierro la puerta de mi atelier. Empiezo a echarme pintura negra desde la cabeza. Vacío los colores todos los colores encima de mi naturaleza inútil según Matilde porque soy un fenómeno una asquerosa oruga sin pies un monstruo que no debió nacer y que tiene que desaparecer morite Yuna que ni el apellido es de tu pertenencia morite Yuna Riglos criatura sin género ni especie y de mi mamá me viene Yuna aborto de la naturaleza.

Matilde no está sola, dos sombras vienen con ella. Flavia y Fulvia invaden la casa, darán vueltas a lo largo de la novela como visitantes estacionales. Son pareja, van a casarse, pero Yuna no entiende. En cada ocasión, buscará los novios y los maridos, los hombres que faltan. No los hay, como no los hubo nunca en su vida.

Nunca me acosté con nadie he dormido y despertado entre famélicos fantasmas he trabajado y trabajo seguiré haciendo y renaciendo pinturas y acaso me recuerden las reses animales por mis cuadros que se presentan con alaridos de color-color y sin piel ni ojos porque soy pintora del inmenso desafuero de los diferentes y de los malditos.

Pinta compulsiva y desesperadamente. Muere, pinta y renace. Su cuerpo, la dificultad de su cuerpo minusválido se transforma en arte. Vive de eso, de las exposiciones y los viajes a Europa, en los que conoció a Alain Delon, a Carlos Menem, a tantos otros que recuerda con precisión y detalle. La vida de Yuna es el siglo XX, la bohemia, las clases en Bellas Artes y la ciudad de La Plata. Se sabe buena, lo único que disfruta y le enorgullece son sus cuadros.

Expuse la salud y la integridad de mis imaginaciones y el cuadro amanece crece y anochece casi existente suspirante un ritmo de vena y pecho y articulaciones lo renace y ya no es un cuadro pintado por mí sino es el cuadro quien me pinta.

«Las amigas» es una novela recuperada que cierra un ciclo vital y único. Entre el vértigo y la ironía, me reí a carcajadas y pensé en mis propias amistades. Palpé su soledad cromática, su hambre y su renuncia. Casi no hay puntos, apenas al final de los párrafos. Será que este escrito es el gran punto final de una voz que perfumará salvajemente los rincones de toda biblioteca que se precie como tal. A pesar de su partida, Venturini sigue hablando, porque siempre queda algo por decir.