Por J. Olivera Ravasi- InfoCatólica

Cuentan que Platón, aún sin haber recibido la gracia de la revelación, intuía que, en el hombre, había una mala levadura; había “algo” que hacía, a pesar de poder vislumbrar el bien y saber por dónde estaba, no poder seguirlo.

Una falla en el origen; un problema en el inicio. Un pecado de la sociedad. De allí que narrara en su Diálogo inconcluso acerca de La Atlántida, ese famoso mito con el que los antiguos explicaban el problema histórico del diluvio universal, la historia de una ciudad sumergida a causa de la desobediencia de los hombres.

¿Cómo podía ser entonces que sabiendo lo que es bueno los hombres no lo sigan? ¿cómo puede ser, por ejemplo, que aún de lo bueno se pueda hacer un uso malo? Esta fue la razón, quizás, por la cual los griegos, en el pronáos o pórtico del templo de Apolo, en Delfos, habían incrustado dos grandes inscripciones que decían:

– γνῶθι σεαυτόν (conócete a ti mismo).

– Μηδέν άγαν, (nada en exceso).

Porque conocerse a sí mismo y buscar el punto medio son el origen de la virtud, de la areté, que posee una raíz similar a la de “aristocracia”.

Pues bien; en la carta a los Romanos San Pablo hoy, al comienzo del Adviento nos previene de cometer excesos con cosas que, en sí mismas, no son malas.

“Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos… Revestíos del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne y sus concupiscencias”.

El Apóstol aquí no se convierte en menonita, en puritano, en musulmán; no aplica la Ley Seca como en la época de Al Capone. No condena per se ni la comida, ni el alcohol, ni el sexo, ni el placer, sino que plantea la condena del desenfreno. El mal uso de ello.

El tema del alcohol

Una de las actividades sociales más comunes y ordinarias en nuestra vida es la de beber. Lo hacemos en diversas ocasiones y por diversos motivos. Brindamos por la salud y la felicidad de los recién casados, por el éxito en un negocio o la apertura de una nueva empresa, por el hecho de encontrarnos reunidos en familias o con amigos. Por el gusto de acompañar con un buen vino una buena comida. Para relajarnos y pasar un momento agradable en un antro o en casa.

Pero: ¿es malo beber alcohol?

– “¿Cómo podría serlo si el mismo Cristo comenzó su vida pública en una boda, transformando el agua en vino?”- dirá uno. Y tiene razón.

Las Sagradas Escrituras nos previenen del exceso, no del uso:

De hecho, el mismo San Pablo le dice a Timoteo (1 Tim 5, 23): “No bebas ya agua sola. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes indisposiciones”.

– Is 5,11: “¡Ay de los que despertando por la mañana andan tras el licor; los que trasnochan encandilados por el vino!”

-Prov 23,20-21: “No seas de los que se emborrachan de vino, ni de los que se hartan de carne, porque borracho y glotón se empobrecen y el sopor se vestirá de harapos”.

1 Corintios 6,10: “ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos… heredarán el Reino de Dios”.

Es que la satisfacción de los sentidos nunca ha sido considerada como pecado en la moral católica. No se condena el uso, sino el abuso. Podemos comer hasta saciar nuestro apetito. Podemos engendrar hijos, dentro del matrimonio, pero se condena la lujuria, la glotonería, la gula…, es decir, el desorden.

Es que la embriaguez o borrachera es opuesta al amor a uno mismo y al prójimo: la propia vida y el escándalo, porque la privación, aún la momentánea del uso de la razón, nos deshumaniza, nos hace menos hijos de Dios.

Además, una cosa es distinguir la embriaguez voluntaria (buscada directamente o al menos con previsión) de la involuntaria (es el caso del bebedor no experimentado).

Y, a su vez, la embriaguez perfecta (la pérdida del uso de razón) de la imperfecta o del que, simplemente, “se alegra”, como dice el salmo 104: “el vino que alegra el corazón del hombre”.

Desde el punto de vista moral:

-La embriaguez perfecta y plenamente voluntaria (pérdida del uso de razón, consciente o prevista y buscando el placer) es de suyo pecado mortal.

-La embriaguez imperfecta, es decir, el que simplemente “se pasa de la raya” y comienza a decir tonterías que no diría en estado de lucidez, etc., no pasa de ser pecado venial, pero puede transformarse en mortal por razón del escándalo a terceros o por imprudencias que luego pueda cometer (ejemplo, manejar alcoholizado o escandalizar a algunas personas).

Y así como los novios preguntan, ¿hasta dónde son lícitas las muestras de afecto entre nosotros? La pregunta obligada aquí sería: “¿Hasta dónde puedo beber sin ofender a Dios?”

Y la respuesta es: “medén agan”, es decir, nada en demasía.

Si en una reunión de adultos, alguien bebe un poco y eso lo hace ponerse a cantar con los amigos, la familia, está muy bien; pero si comienza a bailar desenfrenadamente, diciendo groserías, etc., pues la cosa cambia…

Hay quienes poseerán una gran cultura alcohólica y podrán “aguantar” más y otros menos; pero aún quien pudiese “aguantar más”, en razón del posible escándalo, debería abstenerse de algo que, para él, no es obligatorio. Porque si alguna conducta puede ser motivo de escándalo para otros, mejor abstenerse; de allí que, sobre todo, los mayores deban tener en cuenta esto respecto de los menores por aquello que sabiamente dice San Pablo (1 Cor 10): “23 «Todo es lícito», pero no todo es conveniente. «Todo es lícito», pero no todo edifica”.

Si alguna conducta mía puede llegar a desedificar al prójimo, entonces, mejor abstenerse en razón de los más débiles.

Es decir: beber para pasar un rato agradable con los amigos, para degustar una buena comida, para celebrar un acontecimiento feliz nunca será pecado pero su abuso o el posible escándalo a terceros constituye una ofensa a Dios.

Por último: “¿Desde cuándo tomar?”.

Acá doy una respuesta prudencial luego de veinte años de estar en colegios y trece años de confesor: dado que un joven no tiene aún experiencia de su propio cuerpo y sus propios apetitos, comenzar a tomar a temprana edad, no sólo conlleva a cometer otros pecados, sino que predispone, poco a poco, a un vicio difícil de desarraigar que es el alcoholismo. Porque un vaso de vino a los quince se convierte en dos litros a los veinte.

Terminemos entonces con las palabras de San Pablo en este Adviento que ahora comienza:

“La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias” (Rom 13,11-14).

Feliz inicio del Adviento.