Por Alejandro Maidana

Recuperar la tierra, semillarla y demostrar una vez más que la agroecología es la única vía de escape de un modelo depredador, sigue siendo la estoica tarea de muchos.  En cada punto del país se han abierto colectoras de discusión que demuestran con hechos concretos que producir sin químicos es posible.

Un cambio de paradigma se avecina, la imposibilidad de esconder bajo la alfombra lo nocivo de las prácticas con transgénicos, tarde o temprano terminará torciendo la realidad volcándola a favor de las mayorías damnificadas.

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La producción de commodities en lugar de alimentos, el patentamiento de la vida, la concentración de la tierra en pocas manos, la agresión al ambiente, y la incesante migración interna, deben mutar en una verdadera revolución productiva.  Algo que no solo nos devolvería todo lo cercenado, también generaría una soberanía alimentaria que nos permitiría dejar de ser un país monoproductor.

La agroecología se hace camino al andar

El sembradío de conciencia tiene su anclaje en que otra manera de producir es posible. Hersilia es un ejemplo notable de ello, las permanentes asambleas de vecinos y el compromiso paciente de los mismos, hizo que hoy sea uno de los puntales más concretos en cada discusión que emerge sobre como cultivar sin venenos.

La necesidad de hacer rebrotar la memoria,  funciona como gasolina del alma en aquellos que con las manos en la tierra interpelan lo hegemónico. En la ciudad de Gálvez, en un campo que deja ver un tambo abandonado hace 12 años, el trigo ecológico le ganó la pulseada al fumigado, a ese que a fuerzas de herbicidas se mantiene en pie.

“La experiencia surge a partir de la compra de un molino artesanal hecho en la ciudad de Reconquista, desde allí comenzamos a moler cereales que se cultivaban de manera agroecológica. Esa fue la manera de relacionarnos con personas que sembraban trigo sin venenos”, cuenta Pablo Rivoira en diálogo con Conclusión.

Un cuarto de hectárea sería el refugio de estas semillas, “a solo 12 km de la ciudad de Gálvez llevaríamos adelante esta iniciativa, para un lugar que es un verdadero desierto verde, ya que estamos atravesados por soja y otros cultivos fumigados, encontramos con un espacio que fomente la agroecología fue muy reconfortante”.

La siembra la realizó Gustavo Peyronel, quien participó de esta maravillosa experiencia, “la propuesta consistía en aprovechar un cuarto de hectárea de un tambo abandonado para sembrar trigo agroecológico. Él también lo iba a hacer de manera convencional con químicos, después de unos meses tuvimos la hermosa noticia de que nuestro trigo estaba listo para ser cosechado, y el rinde era superior al transgénico”, contó.

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La cosecha fue manual, un dato de color que hace a esta experiencia más particular, “tuvimos que cosechar con motoguadañas, ya que nadie quiso realizar el trabajo por las dimensiones del terreno. Así fue como con compañeras y compañeros de la Multisectorial por la Vida que lucha por la no utilización de venenos en la zona nos pusimos a trabajar”.

La necesidad de conseguir una ordenanza que fomente la agroecología en las 440 hectáreas que componen el periurbano, es una de las luchas que llevan a adelante distintos colectivos que persiguen que la calidad de vida no siga deteriorándose.

“Este trigo cosechado, y otra parte separado con la intención de utilizarlo para sembrar en el periurbano, es el que utilizamos para moler y transformarlo en harina. Cabe destacar que nosotros nos dedicamos a la fabricación de alfajores de algarroba, trigo y miel, este es un emprendimiento familiar al que denominamos <La Caterva>”, relató Pablo.

Un dato increíble que tiene a Rosario como protagonista, “la algarroba que estábamos utilizando provenía de un árbol que se encuentra sobre la avenida 27 de febrero que nos regaló 45 kilos de chauchas que un amigo supo juntar. Volviendo a la experiencia, este es un camino largo, seguiremos insistiéndole a la gente de la necesidad de ingerir alimentos saludables”, concluyó.