Por Carlos Duclos (Enviado Especial a Europa)

“¡Ya está aquí, ya está aquí!”, le advierte agitado uno de los asistentes al senador. Enseguida se hace silencio en el magnificente edificio y el emperador Vespasiano, circunspecto y glorioso, ingresa al corazón del imperio. Enfrente, a unos metros del Foro Romano, los esclavos acarrean grandes moles de piedra y ponen de pie pesadas y altas columnas para acabar con lo que sería el imponente “Anfiteatro de Flavio”, recubierto de áureo mármol, que más tarde la humanidad conocería como el Coliseo, lugar de justas y martirio, de solaz y muerte inocente.

Dos mil años después, en la primavera de una Roma eterna, un peregrino camina entre lo que queda del poder, la gloria, el talento y la riqueza del extraordinario imperio y reflexiona ante los restos de las monumentales columnas truncadas, sin sus capiteles, que se erigen hacia el cielo impotentes y vencidas: “Todos han muerto -piensa- Vespasiano, los senadores, los cónsules, los esclavos. Las maravillosas edificaciones revestidas en mármol con incrustaciones labradas de metal ya no son nada, todos son restos. Todo pasa. He aquí la verdad”.

A un costado de la vía Sacra, un mármol tallado indica que allí está el templo (o lo poco que de él queda) levantado en honor de “El divino Julio” (César). Pocos reparan en la presencia del resto de ese templo, y muchos turistas, increíblemente, desconocen la vida de este hombre. Casi nadie asoma su mirada hacia el interior, si es que puede decirse que hay un interior. Adentro, o más atrás de una de las pocas paredes que quedan, un montículo, una especie de altar devenido casi nada, se levanta sobre el nivel del suelo. Sobre él, algunos pocos romanos nostálgicos y peregrinos, respetuosos del Gran César, han arrojado flores y monedas. Son homenajes a un valiente, a un visionario, a un talentoso pagano; son deseos pedidos al espíritu del “Divo Giulio”,  cremado en ese lugar luego de ser asesinado por su propio hijo (espiritual) en lo que conforma otro de los paradigmas de la traición humana. En el atardecer del Foro Romano retumba su voz y su pensamiento: “Nada es tan difícil que no pueda conseguir la fortaleza”. Imponente enseñanza de un imponente hombre.

Las últimas luces van cayendo sobre los restos del Foro Romano y sobre lo que queda de la casa de las Vestales, vírgenes sacerdotisas adoradas como semidiosas en el imperio. Las estatuas, en filas y descabezadas, las recuerdan en el gran patio que sirvió de solar para esas hermosas y jóvenes mujeres. Ellas tampoco están y sólo son un recuerdo, apenas un sueño. Sí, todo pasa.

Enfrente, a pocos metros, el coloso, el Coliseo, ese gran circo romano, se yergue desnudo, despojado de sus áureos mármoles y labrados metales, como testimonio de aquello que al fin y al cabo es la única verdad: el poder, la riqueza, la gloria, nada significan, son tan fugaces como la misma vida humana. Allí está ese esqueleto que emociona, recorrido por una muchedumbre de “hormigas” asombradas, pero lejos de comprender muchas de ellas que vendrán a ser lo mismo que hoy visitan. Allí andan, con frecuencia sin respeto por esa otra “hormiga” que va al lado. Meras existencias algunas, obnubiladas por las falsas luces del mundo, sólo se afanan por tomarse una foto propinando un codazo que recibe otro quien protesta sin éxito. La foto a toda costa.

Más allá de los restos arqueológicos de esa Roma esplendorosa y antigua, la Roma de nuestros días, esa de algunos taxistas tramposos y de ciertos conductores irrespetuosos (reminiscencias de otros tantos argentinos), pasa indiferente, ajena a las reflexiones existenciales. Es que es muy cierto: al hoy le basta su propio afán.

Lejos, está la Patria, pensada, extrañada, esa de hormigas laboriosas aplastadas, sojuzgadas, reducida por el poder a existencias angustiadas. Ese poder que un día será, como el Anfiteatro de Flavio, un esqueleto, porque aun cuando los hombres del poder no lo sepan o no quieran saberlo… Todo pasa.

 

Acompañan a esta nota las imágenes de restos de columnas del Foro Romano; la pared del templo de Julio César; el montículo con flores y monedas que le arrojan algunas personas al que fuera gran emperador; la placa que lo recuerda; el templo de Minerva; el patio de las Vestales y las columnas, capiteles y vigas del templo de Faustina y Antonino, una de las construcciones mejor conservadas del Foro imperial y el Coliseo visto desde el Foro.