Allá por 1817, don Juan Arguás tuvo la feliz idea de fundar una pulpería en el medio de la nada, la esquina estaba destinada a la fama y desde hace 200 años sus puertas están abiertas para dar refugio a la soledad del gaucho. Este domingo 28 de enero descendientes de aquel prócer del mostrador, autoridades y fieles parroquianos junto con el actual dueño, don Villarino, harán un asado para homenajear a la más vieja de todas las pulperías, “La Esquina de Arguás”.

Una fila de patos cruza por los yuyos buscando un charco, una suave brisa se desparrama por el desolado horizonte, inmenso; gruesos y perennes los árboles se alinean para proteger la viejísima pulpería. El silencio es total. Una gallina se pierde por la galería. Un mástil sin bandera es una muestra de que aquí sería una obviedad poner nuestra Insignia patria porque el sentir criollo se aploma en esa camioneta F 100 sucia que está parada y en aquella puerta que deja entrever las rejas del mostrador, esta pulpería es el último puerto de la humanidad en este mar de pampeana esencia. La Esquina de Arguás no cierra a la hora de la siesta, abierta desde noviembre de 1817, los festejos el año pasado debieron suspenderse por lluvia

Aplaudimos para darnos a conocer, desde el fondo de la pulpería aparecen tres hombres, en una actitud sospechosa, es la hora de la siesta y estaban tomando un vermuth a escondidas bajo una parra, la secuencia es picaresca y ritual, uno de los hombres, el más petiso y el que lleva boina, nos hace señas para que entremos por la puerta oficial. Entramos, hay olor a cuero y humedad, a viejas conversaciones. Una hilera de vasos sucios descansan detrás de las rejas. La pulpería es chica y el aire se pesa en siglos. Villarino, el pulpero, se instala detrás del mostrador, sus dos amigos se sientan en una de las mesas. Hay desorden, allí por tradición no se limpia, sólo un viejo repasador, hoy seco, es la única muestra de que algún día –presumimos patrio y fundacional- habrá estado húmedo. “Lo más importante es que el pulpero fie”, se presenta Charly. De qué trabaja, le pregunto. “Yo soy vago”, me responde con seriedad. “No quiero trabajar, por eso estoy en el campo” Fernando, el tercero, calla y bebe. “Este para que trabaje tenés que pegarle”, advierte Villarino.

El ambiente en la pulpería es sano y humano. En un espacio en donde la soledad es tan notable, bajo este techo centenario, los hombres se encuentran y se comunican, así como antaño, la función de la pulpería es civilizadora. Un palanque sirve de marco para entrelazar un horizonte que es como un telón verde y azul que trae fresco y música de aves chismosas que se acercan a la puerta para ver si pescan alguna miga de la picada que Villarino arrima a la mesa.

“El año está perdido”, con resignación Charly pide otra cerveza. “En el campo siempre hay trabajo, por eso no hay nadie”, remata. Villarino hace cuatro años que se hizo cargo de la pulpería, que está abierta desde 1817. Fue domador en varias estancias en la zona. Siempre fue cliente del boliche y ahora está del otro lado del mostrador. Su historia es fascinante, porque cumplió un sueño: ser pulpero de esa pulpería.“Un día Cacho, el antiguo dueño me dijo si me quería hacer cargo y al otro día ya empecé” Así, sin vueltas se hacen las cosas en el campo.

Ruidos a motores se sienten en al camino. Tractores, camiones y camionetas paran para hacer un recreo en la pulpería. El frescor de la galería es el lugar más solicitado. La esquina es concurrida, parada obligada. Adentro Charly reflexiona sobre la realidad rural. “Antes en cada estancia había 60 personas. Ahora no queda nada de eso” Enumera los parajes cercanos, todos en ruinas, sin gente. “Yo me crié en una estancia y de chico comenzamos a trabajar. El problema ahora es que los jóvenes ya no quieren trabajar en el campo”.

La Esquina de Arguás cumple dos siglos. Juan Manuel de Rosas pasaba por aquí cuando estaba por la zona. La importancia de este templo criollo ha sido trascendental para Mar Chiquita y todo el sureste de la provincia de Buenos Aires. La pulpería parece una isla en un océano de pasto, un atolón con techo de chapa y una estructura alargada delimitada por pinos y eucaliptus, su soledad es sólo geográfica, ya que es un lugar que goza de la gracia de la vida y el movimiento. La gente del campo sabe que está y conoce que abre a toda hora. Villarino mira a Charly y a Fernando, toman la última cerveza, la F 100 no se maneja sola todavía. El primero tiene un par de dedos menos en su mano, fue un accidente laboral que pudo evitarse si hubiera tenido mayor seguridad en su trabajo. “Cómo voy a hacerle juicio al patrón si me da trabajo”, comenta usando una lógica propia.

Detrás de las rejas, chorizos secos cuelgan como si fueran una cortina natural y Real, osamentas y bebidas inclasificables de años ha, una pata de jamón, una botella de lavandina y una estampita de Jesús que está apoyada en un rollo de papel higiénico, en este territorio de gauchos, tractoristas y solitarios que le esquivan a Coronel Vidal, que está más allá de la ruta, la siesta va cerrando su función, hay entonces otra clase de silencio, acaso uno más formal. La tarde llega, y con ella la esperanza de la mejor hora, la noche, cuando la pulpería recibe más gente. Los patos ahora bordean una mesa improvisada por un cajón de cerveza y una tabla de madera, una gallina entra a la pulpería y picotea una cascara de maní. Sin esfuerzo la vida acá se despereza bajo la sombra de un árbol.

Fuente: Leandro Vesco – Revista El Federal