En Argentina, el Día del Trabajador -fecha que se conmemora cada 1 de mayo, en recuerdo de los cientos de obreros que salieron a las calles de Chicago, Estados Unidos, para exigir una reducción en la jornada laboral- comenzó a rememorarse en 1890 y era, principalmente, organizado por trabajadores anarquistas y socialistas. No obstante, en estas latitudes la violencia hacia la clase trabajadora también se hizo sentir de la mano de la represión estatal: en 1909, el jefe policial de la Capital Federal, Ramón Falcón, ordenó reprimir la movilización anarquista, dejando a varias personas muertas y heridas. La vengador del movimiento obrero fue Simón Radowitsky, quien meses después atentó contra Falcón. 

La potencia del país para insertarse en la economía mundial de la mano del modelo agroexportador, fomentaba la llegada de inmigrantes y empujaba la creación de fábricas, creando así los cimientos de una pujante clase trabajadora. Anarquistas y socialistas formaron el arco de luchas políticas y tradiciones ideológicas de izquierda en la época, donde la legislación laboral era escasa y las relaciones del Estado con el mundo del trabajo muy conflictivas. Esta fue una época en la que hubo mucha movilidad social ascendente pero también hubo exclusión, desprotección y muy malas condiciones de vida para muchas personas. Los trabajadores en las fábricas, pequeños talleres y servicios se organizaron para construir contención social, conquistar derechos y lograr una identidad en común.

Los anarquistas aspiraban a la anulación del capital, del Estado y del trabajo asalariado, para alcanzar una sociedad ideal con plena igualdad, de definición discutida. Los socialistas, por su parte, luchaban por reformas sociales graduales que mejoraran cada vez más la situación de los trabajadores, en diálogo con el sistema político.

Para las elites políticas, incluso para quienes tenían un espíritu reformista, atento a la necesidad de desarrollar una legislación moderna y protectora hacia los trabajadores, los anarquistas representaban una amenaza siempre presente. Este posicionamiento se vio reflejado en algunos eventos, siendo quizás, el más destacado, la marcha por el Día del Trabajador de 1909.

Una movilización teñida de sangre

Desde 1901, cada 1 de mayo los anarquistas salían a las calles para demostrar su fuerza y para disputarle la fecha a los socialistas. Esta fracción política concentraba en la Plaza Lorea (Avenida de Mayo y San José) y marchaban por los diferentes barrios de la Ciudad de Buenos Aires.

Así ocurrió al iniciar el quinto mes de 1909, cuando los anarquistas nucleados en la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) se reunieron en Plaza Lorea, a pocos metros del Congreso de la Nación. Sin embargo, la tradicional concentración se vio interrumpida por el accionar represivo de las fuerzas que comandaba el jefe de la Policía de la Capital, Ramón Lorenzo Falcón.

La masacre, conocida como la “Semana Roja”, dejó un saldo de 11 muertos y 105 heridos –entre ellos niños y adultos mayores– de los cuales muchos perdieron la vida en las horas posteriores, calculándose que la cifra de decesos ascendió a 80 personas.

Ramón Lorenzo Falcón, jefe de la Policía de la Capital

Tras este episodio, la FORA convocó a una huelga general hasta que Falcón renunciara a su cargo. Sin embargo, y lejos de dejar su puesto, el jefe policial ordenó a sus hombres dispersar a tiros la columna de 60.000 personas que acompañaba los féretros de los obreros asesinados hacia el cementerio de la Chacarita.

Tras arrebatar los féretros a la multitud para evitar el cortejo, la policía también baleó a los 4.000 manifestantes que llegaron por sus propios medios a Chacarita para rendir homenaje. Además, se clausuraron los locales de sindicatos anarcosindicalistas y socialistas, así como los órganos de prensa La Vanguardia (socialista) y La Protesta (anarquista).

Mientras que organismos como la Bolsa de Comercio, la Cámara de Cereales y otras instituciones organizaron un acto en apoyo a Falcón por su actitud, anarquistas y socialistas conformaron un Comité de Huelga y fueron recibidos por el presidente del Senado, Benito Villanueva, junto a quien lograron la libertad de los detenidos y de todos los presos por causa de huelga, la supresión del Código Municipal de Penalidades ―que tipificaba las infracciones cometidas durante huelgas y actos sindicales―, así como el levantamiento de la clausura de los locales obreros, pero no obtuvieron la renuncia del jefe policial.

Simón Radowitzky: el vengador

La venganza anarquista tardaría seis meses en llegar, de la mano del joven ruso Simón Radowitzky: en la mañana del 14 de noviembre de 1909, Falcón y su secretario, Juan Alberto Lartigau, volvían del funeral de otro policía a bordo de su coche, cuando en la esquina de Quintana y Callao Radowitzky, que por entonces tenía 17 años, arrojó contra el vehículo una bomba que fabricó de forma casera. El proyectil estalló a los pies del jefe policial y su acompañante, quienes murieron a las pocas horas.

Perseguido por las fuerzas de seguridad mientras huía, Radowitzky intentó suicidarse a pocas cuadras del lugar de la explosión, disparándose al pecho con un revólver que portaba. Al acercarse los policías, gritó “¡Viva el anarquismo!”, seguro de que sería ejecutado en el lugar. Sin embargo, fue transportado al hospital Fernández, donde se le diagnosticaron heridas leves en la zona pectoral derecha, y se lo trasladó inmediatamente a una comisaría.

Simón Radowitzky

En el juicio, la imposibilidad de determinar la identidad del acusado causó dificultades, hasta que la embajada argentina en París facilitó los antecedentes obtenidos en Ucrania. Sin embargo, su edad resultaba incierta; el fiscal ordenó pericias médicas que le daban entre 20 y 25 años. Sin dudas de su responsabilidad, pues el mismo Radowitzky había admitido ser autor único del atentado, se solicitó para él la pena de muerte.

Sin embargo, el aporte de un facsímil de la partida de nacimiento de bautismo por un primo de Radowitzky cambió el curso del proceso. Aunque el documento carecía de las legalizaciones pertinentes para confirmar que este tenía sólo 18 años, siendo por lo tanto menor de edad y no pasible de ejecución, inclinó a los jueces a conmutar la pena por la de reclusión perpetua en la Penitenciaría Nacional. Se le añadió, como castigo adicional, la reclusión solitaria a pan y agua durante veinte días cada año, en el aniversario del atentado.

Salvado del fusilamiento, Radowitzky fue condenado a tiempo indeterminado en el penal de Ushuaia, del que se fugó el 9 de noviembre de 1918 –para lo cual nadó por las gélidas aguas de la zona– pero luego fue recapturado. En 1929 recuperó la libertad, indultado por el presidente Hipólito Yrigoyen.