Por Carlos Duclos

Hay testimonios que reclaman, demandan firmeza, claridad, contundencia. Para tales testimonios no puede sino usarse la primera persona del singular. Algo así como el “Yo acuso”, de Emile Zola. De modo que, técnicamente hablando, no es esta una crónica estrictamente periodística ¡No me importa!

Estoy de pie tocando las alambradas que rodean el campo de exterminio de Auschwitz, las mismas sobre las que se arrojaron muchos seres humanos desesperados, esos que ya no soportaron más las condiciones a las que fueron sometidos y preferían morir electrocutados a seguir “sobreviviendo”. La piel y el vello se erizan, pero no por la descarga eléctrica en este caso, sino por la emoción.

He comenzado luego a recorrer las barracas. Todas tienen una historia, todas dan un testimonio. Y al fin he llegado a esa que tiene un número, pero que he preferido llamar “la barraca de los cabellos perdidos”. Allí están apilados metros y metros de cabellos de mujeres que fueron rapadas por los nazis, de tal forma estigmatizadas, discriminadas, rebajadas, ultrajadas, atormentadas, para finalmente ser asesinadas.

En esa barraca está prohibido tomar fotografías. Intento violar la regla y un guardia me reprocha; pero insisto, porque no puedo dejar de poseer este testimonio. El guía también insiste, pero yo tomo la imagen como sea. Alguien debe, al menos, tratar de imaginar este horror aunque sea a partir de una imagen de mala calidad. Sí, porque la foto que se reproduce en esta crónica es pésima, lo sé, pero el lector podrá ver, con dificultad,que en dos de las fotografías, detrás de los vidrios, hay una parva de cabellos, es como una mancha negra. Son metros y metros de largas cabelleras que quedaron en el campo mientras las vidas de estas miles de mujeres se iban yendo. Cabelleras que nunca más estuvieron soltadas al viento; que no volvieron a ver a sus seres amados; que vieron morir todos sus sueños. Cabelleras que nunca más fueron acariciadas por el amor; son restos, ahora, del interrogante eterno: ¿Por qué?

Después de las barracas, camino hacia las cámaras de gas que aún conservan su aspecto lúgubre. Son verdaderas salas oscuras de la muerte. La muchedumbre entraba allí desconcertada, angustiada. Algunos creían que los iban a bañar, que de las duchas saldría agua de vida. Pero la desesperación comenzaba cuando de las tuberías salía el Zyklón B, el gas mortal. La muerte de las personas sucedía por sofocación, al cabo de 20 minutos de comenzar a inhalarse el gas. Las víctimas se orinaban y defecaban sin control, luego se producía un estado de inconsciencia, después coma y finalmente la muerte. Pero hasta tanto la víctima perdía el conocimiento, unos 10 o 15 minutos, la desesperación era absoluta. Johann Kremer, un médico de las SS que supervisó gaseamientos, confesó que: «los gritos y gritos de las víctimas se oían a través de la mirilla de la puerta y estaba claro que lucharon por sus vidas».

MyklosNyizli era un reconocido médico judío prisionero en Auschwitz. Estaba obligado a prestar servicios sanitarios y a asistir a médicos alemanes que hacían experimentos, entre ellos el tristemente famoso Mengele. El profesional cuenta, en un libro que escribió al salir, que luego de una ronda de gas, los guardias de las SS advirtieron que una joven aún seguía con vida. El tomó su maletín y los elementos médicos y corrió rápidamente a asistir a la víctima, pero los soldados la mataron. No podía haber en el templo del mal otra cosa que no fuera la muerte de los judíos, los gitanos, los homosexuales, los políticos opositores al régimen y todo aquel que cuestionara a Hitler y su locura perversa.

Luego de las cámaras de gas, entré a la sala de los fatales hornos. Era tanta la matanza, que a veces los hornos crematorios no alcanzaban y se hacían hogueras en el medio del campo, allí eran arrojados cientos de cadáveres.

Salimos de Auschwitz para dirigirnos a otro campo de exterminio: BIrkenau. Allí las condiciones de los prisioneros eran sensiblemente peor. Recordé entonces las palabras de ElieWiesel: “Caminamos. Puertas que se abrían y se cerraban. Continuábamos caminando entre las alambradas electrificadas. A cada paso, un cartel blanco con un cráneo negro que nos miraba. Una inscripción: ¡Atención, peligro de muerte! ¡Qué burla!: ¿Había aquí un solo sitio en que no se estuviera en peligro de muerte?”

  • Acompañan a esta nota imágenes de los hornos, la cámara de gas, la barraca de los cabellos, tres postes y un riel en el que eran ahorcados quienes intentaban fugarse y literas.