Los últimos meses del año pueden ser movilizantes para los miles de estudiantes secundarios que tienen que elegir una carrera que promueva la satisfacción de sus necesidades culturales, vocacionales y laborales.

En este período de su historia, atravesado por profundos cambios personales, y en un contexto social y económico poco amigable para la toma de decisiones, elegir un futuro estable y duradero puede ser una campaña difícil de conquistar.

Los intensos cambios producidos en el sujeto ponen en juego mucho más que una trayectoria educativa. La disrupción masiva puede influir, no solo en la elección de una carrera, sino también, en aspectos de su realidad cotidiana como: la autosuficiencia, la elección de la pareja, la salida laboral y la autonomía económica entre otras. Aún así, con toda esta mochila en la espalda el sujeto intenta abrirse un futuro a través de la elección de un perfil profesional.

El psicólogo Enrique Pichon Riviere sostiene que la lucha entre lo nuevo y lo viejo adquiere en el adolescente una cruel intensidad: la duda profunda, las actividades compulsivas y hasta el apartamiento psicótico deben a veces reafirmar en el adolescente solitario la omnipotencia de sus antiguas identificaciones o ayudarlo a abandonarlas bruscamente.

Los cambios de ciclos y de niveles educativos son la “reserva natural” donde se manifiestan las tensiones que generan los cambios, principalmente, el paso del secundario al nivel superior.

La falta de articulación entre niveles fragmenta al sujeto en trozos que cuestan volver a organizar. En este sentido, el primer año de cada ciclo suele ser el “campo santo” de la ruptura formativa de los estudiantes.

Las instituciones educativas del nivel superior, integrada mayoritariamente por estos jóvenes, no quedan excluida de las vicisitudes que impone la sociabilidad de los individuos que están en plena etapas de cambio. En este sentido, los diseños curriculares, la formación pedagógica y la organización institucional quedan atravesadas por la “ebullición” de la estructura bio-sico-social de los adolescentes.

Estas transformaciones intrasubjetivas impactan contra un sistema que generalmente carece de respuestas multidisciplinaria y compleja, que pueda orientar y encauzar los síntomas normales de un sujeto en plena ruptura de sus matrices.

Las instituciones de educación superior, formadas principalmente para desplegar toda su estrategia disciplinar, suelen no estar preparadas para decodificar las disrupciones de los estudiantes que comenzarán a poblar sus aulas.

La falta de interés en el seguimiento de las asignaturas, las inasistencias reiteradas, la planificación errática de cursado, y finalmente el abandono prematuro puede significar una “mala decisión” de la carrera elegida, pero también, una inadecuada adaptación a las nuevas condiciones que el estudiante queda sometido cuando se produce un cambio abrupto en su entorno cotidiano.

Por su parte las trayectorias escolares, entendidas como las expectativas que el sistema deposita en el recorrido que el joven hace por su escolarización, pueden verse alterada cuando no se visualiza la complejidad y pluralidad del sujeto que aprende.

En este sentido la tarea de las instituciones se complejiza, porque ya no se trata solo de que la formación pueda dar respuesta al mundo cambiante que vincula al joven con el conocimiento; también exige entender las subjetividades que están en permanente unidad y lucha por la hegemonía de su propio ser.

El pedagogo español Luis García Campo caracteriza este período como de “transiciones” y lo define como los momentos críticos de cambio que sufren los sujetos cuando pasan de un ambiente a otro. En este sentido, sostiene que el sistema educativo se articula en etapas y niveles que marcan un itinerario más homogéneo en unos momentos y más diferenciados en otros, en este recorrido existen paradas, desvíos y saltos que es conveniente observar para saber que está pasando en la realidad.

Agrega que muchas transiciones comportan o coinciden con cambios en el desarrollo personal e implican un cambio informal en el grupo de iguales y muchas veces uno de carácter formal entre dos tipos de instituciones escolares. En nuestro caso entre el secundario y el superior.

Los cambios se experimentan en un breve lapso de tiempo y produce una fuerte discontinuidad en la experiencia del sujeto, que de no ser observadas a tiempo, puede desembocar en el engrosamiento de las estadísticas de “deserción”.

Otro de los problemas que se plantean en la identificación de estas “Transiciones”, es que el nivel superior suele naturalizar la discontinuidad (abandono) de sus estudiantes como si fuera un rasgo buscado por el sistema. La exigencia académica y el concepto de “no estar a la altura del desarrollo conceptual” o de que “sólo unos pocos alcanzarán la cima del éxito” pueden ocultar causas más vinculadas con las “transiciones” que con la “excelencia”.

En muchos casos la falta de “contención institucional” podría terminar responsabilizando al propio sujeto que carga con la frustración de la ruptura de su proceso formativo. Esta “meritocracia del fracaso” se convierte irremediablemente en los tristes números de los alumnos que interrumpen su trayectoria educativa.

Estos estudiantes integrarán el renglón de los que “abandonaron”, los que “no se adaptaron a las nuevas exigencias”, o los que “vienen de romper otros procesos formativos”. Posiblemente, de haberse visualizado el problema a tiempo habria significado la diferencia ente continuar y abandonar.

Finalmente hay que destacar que las respuestas a estas problemáticas suelen sobrepasar la formación de los docentes y las tareas que diariamente realizan en las aulas. La respuesta debe ser organizada como política de Estado y sostenida por una concepción sistémica de la educación, donde cada uno de los niveles, contribuya solidariamente a la permanencia de la trayectoria formativa de los estudiantes.