Las mujeres que el 30 de abril de 1977 salieron a la Plaza de Mayo para llevar su pedido desesperado ante la desaparición de sus hijos jamás imaginarían que se convertirían en un fenómeno inédito en la historia de las luchas populares.

«En Argentina las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria», vislumbró el fallecido escritor Eduardo Galeano en «Utopías».

Empujadas por Azucena Villaflor de De Vincenti, las mujeres que irrumpieron en la vida pública hace 38 años, decidieron unirse en el dolor y llegar hasta la Casa de Gobierno para preguntarle a uno de los dueños de la vida de los argentinos, Jorge Rafael Videla, dónde estaban sus hijos secuestrados, después del inútil peregrinar por ministerios, iglesias, comisarías y juzgados.

Cuando nada estaba permitido, Azucena, Berta Braverman, Haydée Garcí­a Buelas, Marí­a Adela Gard de Antokoletz, Julia Gard, Marí­a Mercedes Gard y Cándida Gard, Delicia González, Pepa Garcí­a de Noia, Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, Elida de Caimi, una joven que no dio su nombre, Marí­a Ponce de Bianco y Rosa Contreras se encontraron aquel sábado sin saber que serían protagonistas de un fenómeno inédito en la historia contemporánea y que no serían recibidas.

Si bien ese fue el momento fundacional en el que sembraron el espíritu colectivo de su lucha, hacía más de dos años que padecían en soledad el despojo de sus hijos, cuando el terrorismo de Estado comenzaba a perseguir a científicos, sindicalistas, artistas, estudiantes y a todo militante de una Patria distinta.

A 38 años de aquel día en que dijeron ‘basta’ en la iglesia Stella Maris, donde se reunían con monseñor Emilio Gracelli esperando recibir información que más bien era utilizada para los represores, las mujeres atravesaron bastones, persecución, desprecio, secuestros y desapariciones, y aún hoy cada jueves dicen presente portando sus pañuelos blancos y su anciano andar.

En el camino quedaron Madres y Abuelas, unas porque el terrorismo de Estado las alcanzó también a ellas y otras por el inexorable paso del tiempo.

Bianco y Esther Ballestrino de Careaga fueron secuestradas de la iglesia de la Santa Cruz el 8 de diciembre de 1977 por un grupo de tareas de la Armada integrado por el represor Alfredo Astiz.

Dos días después, al conmemorarse el Día Internacional de los Derechos Humanos, De Vincenti fue secuestrada a pasos de su casa, cuando las Madres habían logrado que el diario La Nación publicara una solicitada con el nombre de sus hijos secuestrados.

Sin embargo, todas ellas volvieron de las aguas y de las sombras, sufrieron el secuestro, las torturas, los «vuelos de la muerte» y los entierros como NN hasta que el Equipo Argentino de Antropología Forense reveló en 2005 su identidad, a pocos meses de cumplirse diez años de su confirmación oficial.

Del grupo de mujeres que comenzó a escribir la historia de las Madres de Plaza de Mayo, tres siguen de pie: Josefa «Pepa» de Noia, la primera en llegar a la Plaza de Mayo y sentarse en el banco junto al Monumento a Manuel Belgrano, cigarrillo en mano.

Mirta Acuña de Baravalle, quien carga con la doble tragedia de ser Madre y Abuela de Plaza de Mayo, de un nieto o nieta nacido en cautiverio, madre de Ana María, que el 29 de agosto de 1976, horas antes de ser secuestrada junto a su pareja por un grupo armado, habí­a sido felicitada por su obstetra por cómo iba su quinto mes de embarazo.

Haydeé Gastelu de Garcí­a Buela es madre de Horacio, estudiante de Ciencias Biológicas de la Universidad de Buenos Aires y militante peronista, secuestrado con 21 años de edad, el 7 de agosto de 1976, y cuyos restos fueron identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense en 2001.

Libros, documentales, actos, series, y homenajes se multiplican cada año por todo el mundo en reconocimiento a la valentía y tenacidad de un pequeño grupo de madres que decidieron enfrentar a los dictadores y a cualquier fuerza que intentara apartarlas de la búsqueda de sus hijos detenidos desaparecidos con la enorme dignidad que transmiten las personas comunes.