Por Fabio Montero

El lenguaje humanizó a la humanidad y es, al decir de Eduardo Alvarado Insunza, “el resultado de un largo, conflictivo y difícil quehacer de la especie humana”. Su carácter simbólico le permite regenerarse, y en ese surtido de palabras, frases y oraciones se implanta, como matando el tiempo, una nueva forma de representar el mundo: los emoticonos y emojis.

Dios sabía que el idioma era esencial para el hombre, por eso, cuando lo quiso castigar por su arrogancia confundió sus lenguas para que no pudieran entenderse entre ellos.

La historia ocurrió mucho antes de la era cristiana, cuando el idioma era uno solo y el rey Nimrod mandó a construir la Torre de Babel por la cual pretendía llegar al cielo. Cuando Dios lo advirtió, mandó a 70 ángeles que derramaron 70 idiomas diferentes entre los constructores para que no pudieran entenderse. El castigo fue efectivo y los hombres abandonaron la obra.

Desde entonces (mucho antes, según los antropólogos) los idiomas se diversificaron en más de 7000 lenguas, y en esta diáspora, no fueron pocos los intentos de crear un idioma que nuevamente pudiera ser entendido por todas las culturas.

Miles de años después una organización llamada Fundéu, dedicada a la difusión de la lengua española, y lejos de las ruinas de la Torre de Babel, designa a los emoticonos y emojis como la “palabra del año” y sostiene que podrían constituirse en un idioma universal que fuera entendido por todas las culturas. ¿Ahora me lo dicen? diría Nimrod.

Desde aquellos antepasados, la comunicación humana ha evolucionado y la tecnología aporta su granito de arena. Años tras años nuevas palabras se suman a nuestro diccionario; otras ponen en tensión el masculino y femenino, y ahora los emoticonos que se mestizan en la gramática.

Todos compiten por un lugarcito en el idioma, un espacio de identidad que permita permanecer hasta que otras expresiones tomen su lugar. Entonces, otra vez los codazos y la lucha por “mantener la categoría”. Así es la vida del idioma, un organismo vivo que se regenera como las células humanas. Al final, algunos vocablos nacen y otros se olvidan, y en ese revoltijo, como si fuéramos pocos, aparecen los emoticonos.

Asimismo, las palabras no deciden su propia vida y dependen de las comunidades que en determinado momento resuelven como nombrarse.

El Fundéu Argentina es un programa que depende de la Fundación Instituto Internacional de la Lengua Española (FIILE), en convenio con la Fundación del Español Urgente (Fundéu BBVA) de España y tiene como meta “impulsar el buen uso del español en los medios de comunicación de Argentina contribuyendo a cuidar la lengua, un valioso patrimonio cultural e histórico”.

El programa tiene entre sus objetivos la elección de la “palabra del año”, que se define por ser un término que ha estado “presente en el debate social y en los medios de comunicación” y “porque ofrece interés desde el punto de vista lingüístico”.

En su séptima edición, el Fundéu Argentina destacó como “palabra del año 2019” a los emoticonos, que paradójicamente no son palabras sino gráficos digitales. Ante esto, los especialistas se adelantan y sostienen que estos símbolos “constituyen un elemento más que contribuye a lograr el fin último de las lenguas: la comunicación entre las personas”, además remarcan que “muchos de ellos tienen el valor de la universalidad, el de poder ser entendidos por personas de muy diferentes culturas y lenguas”. ¿Entonces, podríamos recomenzar la construcción de Babel sin temor a quedar incomunicados?

Las palabras designadas en años anteriores por el Fundéu fueron: escrache en el 2013, selfi en el 2014, refugiado en el 2015, populismo en el 2016, aporofobia en el 2017 y microplástico en el
2018.

Como puede apreciarse cada una de estas expresiones han sido reflejo de un determinado momento cultural, social y político, y a través de ellas, podríamos definir perfectamente cuales fueron las coordenadas históricas de ese momento. En nuestro caso, los emoticonos, entre otras cosas, resumen conversaciones, ideas, pensamientos y sensaciones agilizando los mensajes con el reemplazo de palabras. Todo un síntoma de tiempos que se acortan.

Primos hermanos de escrituras antiguas, que basaban su estructura en símbolos figurativos que representaban algo tangible y muchas veces fáciles de reconocer, los emoticonos se instalaron en nuestras conversaciones escritas. Su poder de gestualidad es tan imponente que su expresión, para envidia de las palabras, se entiende por si misma sin necesidad de agregar ningún aderezo.

Estos símbolos logran un poder que navegan en la complejidad del mundo que nos rodea, por eso, muchos se aventuran a decir que constituyen un nexo de entendimiento universal.

Los emoticonos entran fácilmente en las conversaciones porque el lenguaje no solo es información, también es emoción que muchas veces cuesta explicarla con “mil palabras”. En este sentido, estos gráficos emulan el aspecto afectivo y motivacional del ser humano acercando las expresiones faciales de dos personas que no se ven. Además, complementan una conversación basada en estados de ánimo.

Para algunos, los emoticonos son el sueño de un lenguaje universal, que puede ser entendido por todos los pueblos más allá de las características de su idioma; para otros, una pesadilla invasiva que pretende reemplazar lo más sagrado de un idioma: las palabras. Como sea, los emoticones son una realidad lingüística.

Si el rey hubiese conocido el poder universal de los emoticonos seguramente la obra de la torre de Babel nunca se hubiese detenido. La construcción habría llegado al cielo y la historia de los idiomas y la humanidad sería otra. Es fácil hablar con el diario del lunes, reprocharía Nimrod. Más aún, si el diario se imprimió 4000 años después.