Por Alejandro Maidana

Indignación y frustración, estas son las sensaciones que predominan al momento de realizar un análisis y profundización de una realidad tan escabrosa como explícita. Los coletazos del actual modelo productivo siguen siendo tan destructivos como la abulia en la que está inmerso el poder judicial, la clave de tan pavorosa realidad. La equivocada afirmación que debemos interpelar, y que habla de un país que produce alimento para 400 millones personas, no hace otra cosa que alimentar el lodazal en el que estamos inmersos.

La Argentina se encuentra muy lejos de poder alimentar a esa cifra de personas, claro que, si hablásemos de cerdos, por ahí estaríamos más cerca, ya que la producción de commodities es lo que se impone y exporta mayoritariamente para alimentar a esos animales, sobre todo de China, el gigante asiático. La realidad es mucho más compleja, lo cual hace que problematizar la médula del modelo productivo imperante sea imprescindible. Hoy, quienes producen alimentos son las familias campesinas junto a los pequeños y medianos productores, un sector invisibilizado y que sigue reclamando por las esquivas políticas públicas.

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En un país donde la pobreza alcanza niveles históricos, al igual que la producción agroexportadora, el blindaje mediático -anclado en un lobby empresarial furibundo- busca esconder bajo la alfombra una ecuación que no cierra por ningún lado. Los récords de producción van de la mano de otros más tristes, el que nos explicita de manera deshumanizante que seis de cada diez pibes, en la república del monocultivo, se encuentran privados de un sinfín de derechos, incluso el más perverso: el del acceso a un plato de comida.

En el país de las vaquitas y la tierra fértil, solo un puñado de privilegiados abraza los frutos (verdes) que de la misma provienen. Un modelo de país, un modelo de producción al que le sobran 20 millones de seres humanos, el sueño de José Alfredo Martínez de Hoz materializado, legitimado gracias a la extranjerización del comercio exterior y la deleznable concentración de tierras. Mientras que las marrones aguas del Paraná, esas “vías abiertas de América Latina”, nos muestran lo tangible del saqueo de recursos naturales, las decisiones políticas marchan a contramano de las necesidades imperiosas de un pueblo al que le han sellado su destino.

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Sin soberanía no hay salida, bajo la tutela de una deuda externa agobiante y una interna que parece no zanjarse jamás, el camino hacia el cadalso se encuentra inalterable, allanado y más firme que nunca. Sangre, sudor y lágrimas, el producto terminado de una de las teorías más perversas, la del derrame, fetiche liberal que busca disputar sentidos bajo la creencia de que, si gana el de arriba, por añadidura lo hará el de abajo. Concentración, especulación, evasión y fuga, los cuatro jinetes del apocalipsis capitalista que sin sonrojarse ni titubear, continúan con su avance arrollador de sueños y voluntades.

Islas de las Lechiguanas y la impunidad del agronegocio

A solo 15 km de la ciudad de Ramallo (BA), como a lo largo y ancho del país del extractivismo, el ecocidio se hizo presente. La opulencia del garante de la muerte en su amplio conjunto, el actual modelo de siembra directa, se abalanzó sobre un amplio sector de humedales empujado por la avaricia y desidia del productor de María Ignacia (Partido de Tandil), Fabio Di Fonzo. El empresario fue denunciado por la Organización Proteccionista “Unidos por la vida y el medioambiente”, apuntado como responsable máximo de la quema y de la construcción de terraplenes para desviar ilegalmente el curso de agua, para de esa forma dar el primer paso hacia la posterior sequía e incendio de la tierra que se pretende vaciar del vital elemento y volverla cultivable.

Un atentado a los humedales, considerados los riñones ambientales del país, que, sometidos a quemas intencionales y posterior desembarco del monocultivo, quedaron sumergidos en una profunda agonía. Claro está que este accionar, repudiable y despreciativo de la vida en todas sus dimensiones, no hubiese sido posible sin la anuencia del empresariado local, y la omisión tanto del poder judicial, como político. Cabe destacar que nada es azaroso; luego de las quemas, Di Fonzo sembró mil hectáreas de maíz sobre humedales, riachos y arroyos. Asegurándose que los agrotóxicos puedan expandirse a través de sus venenosos tentáculos por todos los elementos de la naturaleza.

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El poder económico acostumbra a no pedir permiso, solo avanza llevándose puesta la Constitución Nacional, aquella que suele desempolvarse solo para justificar las acciones represivas que buscan disciplinar a los oprimidos, a los vulnerados en sus derechos básicos que deciden salir a romper el silencio proveniente del statu quo. Por eso mismo no sorprende que en los últimos días del mes de octubre, este empresario mencionado y denunciado, haya podido gozar de su cosecha, la que abrazó después de infringir la ley en todas sus formas. La existencia de una cautelar que prohibía el ingreso de maquinarias y equipos agrícolas a la zona, y toda acción humana que pueda modificar el ambiente, pareció no haber servido de escollo alguno.

Quienes denunciaron el espurio accionar de Fabio Di Fonzo, indicaron que el maíz cosechado supo permanecer en grandes bolsas de acopio, para que acto seguido, puedan ser retiradas por embarcaciones que evaden los organismos de control. Primero destruyeron, luego quemaron, después sembraron y envenenaron, para por último poder gozar de su deshumanizante ganancia, la que concentran gracias a pisotear derechos, y que, de no ser por la connivencia con los distintos poderes, la misma sería imposible. Resulta utópico no preguntarse una y otra vez: ¿quién le pone el cascabel a los dueños de todo?