Por Américo Schvartzman

En su libro póstumo, Zygmunt Bauman sostiene que los seres humanos perdimos la fe en las utopías porque los futuros imaginables son peores que el presente. Por eso miramos hacia el pasado. Pero insiste: no es cierto que el pasado fuera mejor . Y ofrece algunas claves para evitar esa tentación.

“Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor” (Luis Alberto Spinetta, “Cantata de puentes amarillos”, 1973).

La frase de la canción de Spinetta, quizás corregida (“Mañana podría ser mejor”) tal vez resume la tesis central de Retrotopía, el imprescindible (y breve) ensayo de Zygmunt Bauman publicado poco después de su muerte a los 91 años (172 páginas, editado por Paidós).

En ese texto, el sociólogo y filósofo que acuñó la expresión “Modernidad líquida”, sostiene que los seres humanos (¿cuáles? ¿cuántos? ¿dónde?) perdimos la fe en la posibilidad de alcanzar la felicidad humana en un Estado futuro ideal. Por ende, abandonamos la creencia en cualesquier utopía: el futuro llegó hace rato, todo un palo, y ya lo ves en Black Mirror. Todos los futuros soñables son peores que el actual.

De paso Bauman marca un dato: esa tendencia que se inauguró en las distopías futuristas de mediados del siglo XX como Un mundo feliz de Huxley o 1984 de Orwell, se acentuó significativamente en la actualidad. Todo lo que se escribe, produce o filma en materia de ciencia ficción, dibuja sociedades futuras invivibles, insoportables, mucho peores a las contemporáneas. La Utopía de Tomás Moro ha transmutado en el horror que presentan películas como Código 46, Minority Report o Elysium. El detalle (¿impeorable?) es que esas distopías de la ciencia ficción no están en un futuro lejanísimo: tienen fecha cercana, todas están previstas para los próximos años, al alcance de quienes las consumen hoy.

Pero como la vida es impensable sin un sentido, lo que no ha muerto para Bauman es la esperanza humana, la aspiración a la felicidad, precisamente la causa de que aquellos sueños fueran tan cautivadores (¿para quiénes? ¿cuándo? ¿dónde?). Y como sea, aquella utopía perdida, la sociedad ideal de libres e iguales –quizás no tal como la soñamos en el futuro– podemos encontrarla en el pasado: ya no en un futuro por delante, sino en el atrás que abandonamos y que idealizamos en la comparecencia con un presente frustrante y un horroroso futuro inmediato.

¿Qué tiene de novedoso que haya quienes creen encontrar en el pasado los modos y las formas de la felicidad? Los conservadores, los retrógrados de todos los tiempos y lugares han sido predicadores de ese tipo de fábulas redentoras o restauradoras (y contra eso se alzaba aquel grito spinettiano ingenuo, convertido por un tiempo en antídoto contra el pensamiento conservador). Lo novedoso (y a lo que Bauman no le dedica demasiado espacio en su breve ensayo) es que sean los sectores “progresistas” quienes hoy estén más proclives a frenar el reloj o tirar hacia atrás sus manecillas ante el fracaso de sus utopías.

“El futuro es, en principio al menos, moldeable, pero el pasado es sólido, macizo e inapelablemente fijo. Sin embargo, en la práctica de la política de la memoria, futuro y pasado han intercambiado sus respectivas actitudes”, dice Bauman. La desigualdad, la inseguridad, la incertidumbre acerca del empleo, la multiculturalidad, la superficialidad de la vida basada en el consumo, el riesgo de que nos volvamos inservibles porque la tecnología nos sustituya por máquinas, el miedo (en suma) a que todo aquello que durante tanto tiempo parecía sólido de pronto es claramente volátil, “líquido”… precisamente el adjetivo que Bauman incorporó al dialogo público contemporáneo (en algunos aspectos, aun a su pesar).

“Hay una creciente brecha abierta entre lo que hay que hacer y lo que puede hacerse, lo que importa de verdad y lo que cuenta para quienes hacen y deshacen; entre lo que ocurre y lo deseable”, señala. Bauman defiende que hemos regresado a la tribu, al seno materno, al mundo despiadado que describía Hobbes para justificar la necesidad del Leviatán (el Estado fuerte que evitaría la guerra de todos contra todos) y a la más flagrante desigualdad, en la que “el ‘otro’ es una amenaza” y “la solidaridad se le antoja al ingenuo, al incrédulo, al insensato y al frívolo una especie de trampa traicionera”.

Pero es que, para empezar, también el Leviatán ha fracasado, como lo ha hecho toda la construcción conceptual de la modernidad. Y en ese fracaso, la única salida que el mundo actual ofrece (¿para quiénes? ¿cuándo? ¿dónde?) es el individualismo extremo: la felicidad para mí. “El objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor, pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos, sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad tan esencial y definitivamente incorregible”, lamenta.

El énfasis en un par de frases de pensadores muy diferentes tiende a ponerle algún cauce a la desesperanza: con Leo Strauss (en, quizás, la única coincidencia que se pueda encontrar entre ambos) Bauman afirma que “siempre ha habido y siempre habrá cambios de perspectiva sorprendentes, inesperados que modifiquen radicalmente el sentido de todo conocimiento previamente adquirido. Ninguna visión del todo de la vida humana puede alegar ser final o universalmente válida. Toda doctrina, sin importar cuán final parezca, será superada tarde o temprano por otra doctrina”.

Y con Marx, esa referencia ineludible a la que Bauman jamás renunció (cosa que parece molestar a muchos de sus comentaristas) enfatiza acerca de la posibilidad de transformar las cosas pero siendo conscientes de las limitaciones de lo real: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado.”

Resulta notable que algunas interpretaciones y comentarios sobre la obra póstuma de Bauman hayan concluido en que el autor comparte ese delirio retrotópico. Como si el señalamiento de que hay una renuncia al proyecto de emancipación colectiva (ése que en sus peores expresiones concluyó en la Shoah, en el Gulag o en Pol Pot) implicara forzosamente retroceder a los valores del pasado como solución; como si el pasado fuera el lugar de la felicidad (cosa que puede ser verdadera en lo individual: para muchas personas, la infancia es la patria de la felicidad).

Por el contrario, Bauman se niega a ese camino. “No hay atajos que nos lleven a una pronta, hábil y cómoda contención de las corrientes de ‘vuelta a Hobbes, a las tribus, a la desigualdad o al seno materno”, explica. Muestra con eficacia cómo también el pasado se modifica y se reescribe para ser idealizado o condenado. Es mentira, dice Bauman, que el pasado sea “sólido, macizo e inapelablemente fijo”. Y rechazada esa vía, el autor ofrece algunos puntos de referencia para trazar la ruta hacia un mundo mejor. “La disyuntiva es clara”, afirma: “O juntos, o nada” (juntos ¿quiénes? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo?).

A esas preguntas apunta sin mucha precisión, aunque el tono es bastante desesperanzado y no desarrolla sus potencialidades en toda su extensión. Y es cierto que en la balanza pesa mucho más el descarnado retrato del horror inequitativo, vacuo y excluyente del globalizado planeta en que vivimos, pero también que Bauman –por suerte– ofrece algunas respuestas.

Así parece entusiasmarse (módicamente, para ser rigurosos) con algunas utopías posibles, y puntualmente cita la obra de Rutger Bregman, Utopía para realistas, que propone tres grandes líneas de acción para transformar el presente: la renta básica universal (claramente la que más inspira a Bauman), la semana laboral de 15 horas y un mundo sin fronteras.

No deja de llamar la atención que Bauman termine recalando en el Papa Francisco, como síntesis de la aspiración más seria de afrontar el desafío (un poco abstracto) de “diseñar –por primera vez en la historia humana– una integración sin separación alguna a la que recurrir”. El recurso utilizado para frustrar las utopías ha sido, asegura, aquel tan viejo como la humanidad: la tajante, amplisima y eficaz separación entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, siempre eficaz para reforzar identidades estrechas, para delimitar fronteras artificiales y levantar muros atroces. La respuesta, tomada del pontífice Bergoglio, es “la capacidad para dialogar”, concluye Bauman. El diálogo como utopía posible (y otra vez ¿entre quiénes? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo?) parece más bien una suerte de desesperado pedido para crear las condiciones donde discutir esa “utopía para realistas” (con las tres patas procedimentales mencionadas por Bregman), condiciones sin las cuales cualquier escenario parece impensable.

Y esa (“O juntos, o nada”) es la advertencia final del pensador polaco: “Debemos prepararnos para un largo período que estará marcado por más preguntas que respuestas, y por más problemas que soluciones […] Nos encontramos (más que nunca antes en la historia) en una situación de verdadera disyuntiva: o unimos nuestras manos o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa común”.

En suma, vale la pena tener a mano Retrotopía. Incluso para disfrutar desde otro lugar algún episodio de Black Mirror, pero siempre para recordar, de nuevo, aquellos sabios versos de Spinetta, que a su modo retoma Bauman: jamás el tiempo pasado, solo por ser pasado, será mejor.