El 9 de junio de 1956 los generales del Ejército Juan José Valle y Raúl Tranco lideraron un levantamiento que buscaba reponer como presidente constitucional a Juan Domingo Perón, que había sido derrocado el 16 de septiembre de 1955 tras el brutal bombardeo a la Plaza de Mayo. La dictadura que dirigía en ese momento Pedro Eugenio Aramburu sofocó ese levantamiento con una masacre en la que fueron fusilados 18 militares y 13 civiles. 

El golpe de Estado que puso fin a la presidencia de Perón e instauró un régimen cívico militar autodenominado «Revolución Libertadora» había sido comandado por el general Eduardo Lonardi, un nacionalista católico que había asumido la Presidencia tras el golpe y que resultó desplazado en noviembre de 1955 por el tándem que conformaban Aramburu y el almirante Isaac Rojas, quienes aspiraban a profundizar la desperonización del país.

Las garantías consagradas en la Constitución de 1949 quedaron conculcadas y se aplicó el Decreto 4161, que prohibía mencionar a Perón y exaltar los símbolos del justicialismo.

Además, Aramburu congeló salarios y propició el ingreso del país al Fondo Monetario Internacional (FMI), que le recomendó ejecutar una política de ajuste a cambio de prestarle asistencia financiera.

Ese contexto generó un clima de creciente malestar entre la clase trabajadora que propició el terreno para una rebelión que encabezarían Valle y Tanco, secundados por los coroneles Oscar Cogorno, Alcibíades Cortínez y Ricardo Ibazeta.

La señal para el inicio de la sublevación se daría por radio, durante la transmisión de la pelea de boxeo entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza, que se celebraba en la noche el sábado 9 de junio en el Luna Park. Contando con que una gran cantidad de gente estaría siguiendo la transmisión por radio, la idea era interrumpirla a las 23 con un mensaje para enviarle una señal de levantamiento al pueblo.

Sin embargo, el movimiento estaba infiltrado por agentes del gobierno, y Aramburu conocía de antemano los planes de los sublevados. Así,  el 8 de junio ordenó numerosas detenciones entre gremialistas y activistas con el propósito de restarle sustento social al pronunciamiento. Y ese mismo día, antes de partir en un viaje a la provincia de Santa Fe, dejó preparados los decretos 10.362, 10.363 y 10.364, que establecían la Ley marcial y la pena de muerte, pero que serían publicados en el Boletín Oficial una vez producida la rebelión.

El alzamiento se verificó en Campo de Mayo, la Escuela de Mecánica del Ejército, los Regimientos 2 de Palermo y 7 de La Plata, y en Viedma, Rosario, Rafaela y Santa Rosa, La Pampa.

Los enfrentamientos entre los militares que respondían al gobierno y los sublevados se produjeron entre las 22 y la medianoche del 9, en tanto que los decretos firmados por Aramburu se difundieron a las 0.30 del 10 de junio. Esas normas fueron creadas para aplicarse de manera retroactiva, en una clara violación de los principios del derecho penal, ya que los fusilamientos estaban decididos de antemano.

Esa noche, un grupo de personas, todos civiles,  se reunieron en una casa de la localidad boanerense de Florida, al norte del gran Buenos Aires. Algunos sólo iban a escuchar la pelea de Lausse y otros se preparaban para prestar respaldo operativo a la rebelión. Pero, efectivos de las fuerzas armadas irrumpieron en la vivienda y se llevaron a todos los que allí se habían reunido.

Sin ningún tipo de juicio previo, esa madrugada comenzaron las ejecuciones de los detenidos y el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, al mando de la Policía de la provincia de Buenos Aires, le ordenó al comisario Rodolfo Rodríguez Moreno fusilar a los detenidos de Florida, que se encontraban en una comisaría de San Martín.

Los 12 detenidos fueron llevados a los basurales de José León Suárez, donde cinco fueron ejecutados por las balas policiales mientras que siete de ellos lograron escapar.

Al día siguiente, un tribunal militar presidido por el general Juan Carlos Lorio, realizó un juicio sumario a militares sublevados y concluyó que los detenidos, aunque «culpables del delito de sedición», no debían ser fusilados. Frente a esto, el gobierno de facto le ordenó al tribunal que rectifique su fallo a lo cual, Lorio requirió que la decisión de ejecutar a los detenidos fuera puesta por escrito.

Así, en respuesta a lo requerido, Pedro Eugenio Aramburu elaboró una lista de 11 militares rebeldes que, horas después, fueron pasados por las armas.

Viendo lo ocurrido a sus camaradas, el general Valle, que se había escondido en una casa de calle Corrientes, decidió negociar su entrega a cambio de que se detuviera la feroz represión. El general fue sometido a un juicio sumario, donde fue condenado a morir frente a un pelotón de tiradores, condena que se ejecutó en la noche del 12 de junio, en la Penitenciaría ubicada en la calle Las Heras, sin que medie una orden de ejecución por escrito.

Por su parte, Tanco se refugió en la embajada de Haití, pero el coronel Domingo Cuaranta irrumpió en la delegación diplomática y lo secuestró a punta de pistola. Frente a las protestas del diplomático caribeño Jean Briere, el gobierno se vio obligado a respetar el derecho de asilo y le permitió al general volver a la delegación.

Meses más tarde, en un café de La Plata, un periodista interrumpirá la partida de ajedrez que jugaba contra un parroquiano al escuchar una frase inquietante: «Hay un fusilado que vive». En base a ese rumor, Rodolfo Walsh dio con Carlos Livraga, y con su testimonio el periodista reconstruyó la historia de los fusilados de José León Suárez y plasmó sus padecimientos en el libro «Operación Masacre».