Por Juan Gabriel Caro Rivera

Desde el día 28 de abril, Colombia ha experimentado toda clase de protestas y movilizaciones sociales en contra de la reforma tributaria del actual gobierno neoliberal encabezado por Iván Duque. Esta reforma (la tercera desde que subió al poder el presente mandatario) tiene como objetivo ampliar la base impositiva de los contribuyentes y aumentar el IVA a toda una gran cantidad de productos de consumo interno.

Muchos críticos han señalado que el objetivo del gobierno es subsanar los huecos fiscales que ha dejado la crisis económica provocada por la pandemia, además de tener por objetivo adaptar la economía colombiana a los estándares de la OCDE.

En un evento privado donde se conmemoraba un año de la entrada de Colombia dentro de la OCDE, Iván Duque afirmó que “como Gobierno queremos construir consensos con el Congreso, sin líneas rojas, pensando en los ingresos que estabilicen finanzas y manteniendo la protección a los más vulnerables por el tiempo que sea necesario”.  Con estas palabras el mandatario colombiano deseaba dar a entender la necesidad del gobierno de contar con los medios necesarios para ampliar la base tributaria, congelar los salarios y poder aumentar los impuestos.

A pesar del cierre masivo de fronteras y la incertidumbre del comercio global, el gobierno colombiano siguió firmando Tratados de Libre Comercio con Israel  e implementando las medidas del Banco Mundial y el Fondo Monetario internacional. Mucho de ello demuestra que la oligarquía colombiana y los sectores políticos nacionales se rehúsan a cambiar el rumbo que ha seguido el país en el últimos treinta años, por lo que su única opción es profundizar la dependencia nacional de las entidades globalistas y del sistema internacional en un intento desesperado por evitar el colapso total de la globalización.

Sin embargo, el texto de la reforma desató la furia de varios sectores, entre ellos la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), el sindicato más importante del país, junto con la movilización de estudiantes, indígenas, organizaciones populares y grupos nacionalistas que se lanzaron a la calle a combatir la imposición desde arriba de una medida impopular. Estas protestas son impulsadas principalmente por el hecho de que la economía colombiana ha sufrido un importante retroceso durante el ultimo año, especialmente si tenemos en cuenta que gran parte de la industria y el comercio nacional ha quebrado, sin hablar de que aproximadamente la mitad de la población vive de la economía informal y ganan demasiado poco frente al incremento de impuestos. Todos estos problemas acumulados han causado este estallido social y provocado el descontento de diversos sectores nacionales.

Las protestas han llevado a que en todo el país se desate una iconoclastia generalizada que va desde la destrucción de las estatuas de conquistadores como Sebastián de Belalcázar en Cali hasta el derribo de monumentos dedicados a Misael Pastrana en Huila y Antonio Nariño en Pasto.

Las movilizaciones estudiantiles han tenido que ver mucho con estos ataques que en cierta manera recuerdan a los actos de BLM. No obstante, podemos decir que Colombia experimenta en estos momentos un proceso de transición que despierta muchas dudas e inconvenientes: existe una verdadera bancarrota política e ideológica de la clase dominante, una profunda polarización social, un agotamiento de los partidos políticos y un proceso de crisis mundial. Las múltiples crisis nacionales (destrucción del agro, caída de los precios de las divisas, disminución de las exportaciones, desindustrialización acelerada, aumento de la deuda externa, etc…) se han combinado con crisis internacionales (aumento de las tensiones con Venezuela, migración masiva de venezolanos, desplome de la economía mundial, hundimiento del proyecto de la globalización, etc…). Todo esto ha creado un clima explosivo que en estos momentos hace imposible ver con certeza el futuro que aguarda al país.

Después de la caída del muro de Berlín, la élite política, económica e intelectual colombiana se había caracterizado por su abierta apología de un modelo globalista, neoliberal y capitalista que tenía como objetivo integrar a Colombia dentro de las diferentes estructuras de gobernanza mundial (OCDE, OMC, OTAN, etc…). Pero esta integración ha encontrado importantes resistencias de parte de gran parte de la población, sin hablar de que no se adapta a las realidades históricas, sociales y culturales que moldearon la realidad colombiana desde sus orígenes: la cultura católico barroca formada durante el virreinato e impregnada de múltiples elementos indígenas y negros resulta irreconciliable con el utilitarismo y el iluminismo Occidental que tiene principios completamente distintos. Sin hablar de que las tradiciones de ocio y celebración campesinas no son compatibles con las ideas protestantes del trabajo y el éxito material que impulsan el capitalismo.

Aun así, podemos preguntarnos: ¿cuál debería ser la posición de las fuerzas radicales frente a la situación por la que estamos atravesando? Los radicales no pueden tomar partido ni a favor de la derecha ni de la izquierda, ya que ambos sectores han resultado ser igualmente globalistas (3). Es necesario luchar contra el sistema y por lo tanto se debe romper con la política parlamentaria, la democracia burguesa y la sociedad moderna. Esta ruptura solo podrá lograrse en la medida en que los grupos radicales adopten un pensamiento contra-hegemónico que consiga enarbolar las banderas de la multipolaridad (América del Sur como civilización), la creación de un Gran Espacio (reunificación de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), desarticulación de las ciudades y repoblamiento del campo, creación de una autarquía territorial, insubordinación geopolítica ante el globalismo, etc… Esta confrontación no puede ser otra cosa que la lucha entre el país nacional contra el país político.

Pero en estos momentos podemos afirmar sin lugar a duda que solo el país político tiene un proyecto de país y una propuesta, aunque sea globalista, de cuál será el futuro de Colombia. El país nacional no tiene nada ni remotamente parecido y se contenta con repetir formulas pasadas o desarticulas que poco tienen que ver con la realidad actual. De ahí su falta de coordinación y su desorientación total.

Para hacer frente a esa desorientación primero se necesita aglutinar a las diferentes fuerzas descontentas con la actual dominación oligárquica por medio de un populismo integral que enfrente a la periferia contra el centro. Hoy en día la periferia política colombiana está compuesta por grupos ecologistas, sectores campesinos, pueblos indígenas, gremios económicos, etc… que no encuentran una plataforma común sobre la cual unificar sus esfuerzos. Por lo que la unificación de todos estos sectores solo puede lograrse por medio de una nueva metodología de protesta que tenga un objetivo teológico-político. La nueva lucha que se desatará en Colombia debe llevar a todos los involucrados a una ruptura total con el pasado. Esa ruptura solo puede consumarse en la medida en que se practique un nihilismo activo (destrucción de todas las instituciones nacionales, del orden jurídico, del Estado, de la cultura de masas, etc…) que cabalgue sobre las fuerzas destructivas y que convierta el caos postmoderno en la substancia que permita recrear el mundo mismo.