La tragedia ocurrida en 2018 de diez niños de una misma familia, de los cuales tres murieron y siete quedaron mutilados de por vida, ilustra el martirio de los civiles en la guerra sin fin de Afganistán.

En el camino a la escuela los niños encontraron un obús sin estallar y en el momento en que lo agarraban el proyectil explotó, matando a tres niños y a la mujer que los acompañaba, en tanto los otros perdieron una o las dos piernas.

Una tragedia lamentablemente frecuente en Afganistán, donde minas, bombas caseras y municiones sin estallar quedan desparramadas en los campos de batalla.

Los civiles pagan un fuerte tributo en un país en guerra desde hace 40 años. Según la ONU, 3.804, entre ellos 900 niños, murieron en 2018 y 7.000 resultaron heridos.

«Me siento muy triste cuando veo a otras chicas ir a la escuela y yo no puedo caminar como ellas», dice Rabia Gul, 10 años, quien perdió una pierna en la explosión.

«Estaba feliz cuando tenía mis piernas, pero después de perder una ya no soy más feliz», dice mirando al vacío.

Sentada en un banco en el exterior de la modesta casa familiar de Jalalabad, capital de la provincia de Nangarhar, Rabia está rodeadas de los otros siete niños mutilados en aquella ocasión.
«Esperamos que los talibanes hagan la paz con el gobierno afgano y que la seguridad mejore en Afganistán para que nadie más resulte muerto o herido», dice Shafiqulá, de 15 años, el mayor de los niños, quien perdió las dos piernas en la explosión.

40 huérfanos

La septuagenaria Niaz Bibi vive en el distrito de Kot, una zona alejada de la provincia de Nangarhar (este del país), donde hay talibanes y combatientes del grupo yihadista Estado Islámico (EI).

Miembros de EI decapitaron a tres de los hijos de Bibi y mataron a tres des sus nietos en dos ataques diferentes.

La mujer tiene ahora a su cargo a cuarenta nietos huérfanos, la mayoría de ellos menores de diez años.

«Les pido a mis vecinos que me den un poco de comida y ropa para ellos», cuenta Niaz Bibi a la AFP.

«Tengo este arma para defender a mis nietos de posibles ataques», dice la mujer mostrando un fusil de asalto AK-47.

«Desde que nací, los combates y el caos fueron permanentes en Afganistán», recuerda.

Hijo kamikaze

El conflicto afgano desgarra a las familias, incluidas aquellas cuyos hijos se suman a las filas de los grupos insurgentes.

Para algunos jóvenes, el llamado a la Yihad (guerra santa) contra las fuerzas extranjeras es muy potente. A veces es el único medio de ganarse la vida.

Rahim Jan, un actor de televisión de Jalalabad, ignoraba que Afzal, su hijo de 19 años, era un talibán hasta el día que lo llamaron por teléfono para decir que «había muerto como un mártir».

Jan, de 60 años, no entiende porqué su hijos, que se había casado tres meses antes, se unió a los talibanes.

Los talibanes le enviaron un video en el que Afzal dice: «estoy con los talibanes y soy feliz».

Por temor a que los talibanes lo reclutaran, Jan envió a su hijo a Turquía, donde no consiguió permiso de residencia y tuvo que volver a Afganistán.

«Los talibanes volvieron a llamarme para que siga los pasos de mi hermano», cuenta Wasim, que quiere salir del país nuevamente