Por Alejandro Maidana

“La calle es el mejor lugar de todos. Se aprende. En el hogar se aprende la educación, pero en la calle se aprende a vivir… Y si no me lo digan a mí. Todo lo que aprendí, lo poco y extraño que aprendí, lo aprendí en la calle”, Anibal Troilo.

Las calles suelen esconder la misma cantidad de secretos como de misterios. Plagadas de personajes pintorescos, en muchas oportunidades se aturde por ese ulular incesante de la muchedumbre que atraviesa su médula.

“Mi universidad fue la calle”, repetía de manera altisonante cada vez que le preguntaban por sus estudios el recordado Julio, uno de los primeros cuidacoches de la ciudad que pasaba sus días en la recordada Plaza Pinasco, hoy Montenegro.

Ellos están allí, se dejan ver, si bien la vorágine nos encapsula en un mundo tan virtual como individualista que sólo nos hace fijar la atención hacia nosotros mismos. Las calles, las esquinas, esas fábricas a cielo abierto donde el trabajador no viste de overol, pero suele empilcharse para la ocasión.

El vendedor ambulante suele gastar suela sin miramiento alguno, “pateando la lleca” para conseguir el mango que pueda poner sobre su mesa un plato caliente de comida. Pero la venta callejera tiene diferentes ramificaciones, y Federico accedió a dialogar con Conclusión para profundizar sobre la misma.

“Estoy con esto de la venta en las esquinas hace un año y medio. De lunes a viernes de 7 a 14 horas me acerco a la intersección de Rioja y Oroño para pelear el mango cotidiano”, dijo.

Llegó desde Entre Ríos a la edad de 14 años junto a su tío, la necesidad de trabajo fue lo que empujó, “me tocó trabajar 7 años como albañil, pero no es lo mío, la necesidad a uno lo obliga a trabajar de lo que puede o tiene acceso. Debido a eso fui haciéndome camino en otras cosas”, sostuvo el pibe que carga en sus brazos tantas franelas como rejillas que esperan tener un destino de cuatro ruedas.

“Les ofrezco a los automovilistas lo que a ellos le puede servir para el vehículo. Algunos son más reticentes al diálogo, pero la mayoría me trata cordialmente. Esto de vestir con camisa y corbata, y en invierno combinarlos con el saco, me ayuda a poder entrar con los clientes desde otro lugar”, Federico sostiene que si bien le costó mucho adaptarse a esta forma de vestir, se pudo acostumbrar y hoy ya es parte de su personalidad.

La aparición del cristianismo en su vida lo guió hacia una actividad tan impensada como pintoresca, “al poco tiempo que me acerqué a la palabra, recibí la oferta de ganarme la vida de esta manera. Somos tres compañeros repartidos en diferentes lugares de la ciudad que pugnamos por el manguito diario. Hoy la venta está muy dura, hay meses muy malos en los cuales no se vende nada y eso hace que te deprimas, pero seguimos adelante”.

Este joven de 23 años que vive en el barrio San Francisquito, acapara todas las miradas por su magnetismo y su forma estridente de vestir. “Siempre busco caer bien, a la gente le gusta el sentido del humor y la impronta que uno le transmite. Vienen encerrados en sus autos pensando quién sabe qué cosa y ahí aparezco yo ofreciendo la mercadería que me acompaña”, relató.

Batallar contra el verano y el invierno no es una tarea accesible, “el problema más grande es el verano, el calor es tan agobiante que muchas personas se rehúsan a abrir la ventanilla para que no se les escape el aire acondicionado. En el invierno uno se pone le saco y el problema se terminó, acá las altas temperaturas son las más complejas”, concluyó.

Federico es uno de los tantos jóvenes que se gana la vida en las calles de la ciudad. Si bien abandonó la secundaria en el primer año, sostiene que quiere terminar sus estudios y se está preparando para ello. Introvertido a la hora de brindar sus primeras palabras, con el correr de la nota se fue soltando al igual que su corbata. Sostiene que todo entra por los ojos, y si bien se empilcha de una manera inusual, prefiere que los prejuicios permanezcan guardados en la guantera del auto al cual se acercará.