Volar, sin dudas, debe ser una de las más grandes fantasías de nuestra especie. Desde la antigua mitología hasta los superhéroes modernos, cientos de miles de historias narran a figuras humanas con la habilidad de moverse por los aires como las aves, en un simbolismo que muchas veces va de la mano con un concepto de libertad, o de poder.

En parte a raíz de ello, el hecho de trasladar esa misma experiencia desde los cuentos a la realidad ha sido objeto de estudio de curiosos a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Luego de varios sueños e intentos fallidos, quizás para cuando nos dimos cuenta que no nos sería posible agregarnos alas (o que lo más probable sería que en ese caso terminásemos con un final similar al de la leyenda de Ícaro), a fines del siglo XVIII los hermanos Montgolfier tuvieron una idea tras ver el humo que emanaba de una fogata, y crearon lo que sería la primera aeronave de la historia: un globo aerostático.

Doscientos treinta y cinco años y muchos avances tecnológicos después, mientras estoy parado en un campo en el campo de polo Los Cipreses, al costado de la autopista Rosario-Buenos Aires, revisando los mensajes de un grupo de Whatsapp al que llegan fotos de amigos que en ese preciso momento están en un aeropuerto en San Petersburgo, Rusia, me predispongo a realizar un viaje en aquel mismo medio de transporte que inventaron en Francia tres siglos atrás y con el que en 1907 Aarón Anchorena y el histórico Jorge Newbery impresionarían a estas tierras al cruzar el Río de la Plata.

Hace uno o dos años, un ruso aficionado dio la vuelta al mundo con un globo en once días”, escucho que conversan entre mis compañeros de Conclusión, Fernando Pascual (‘Pachanga’, el responsable del campo) y las dos personas que llevan adelante los viajes en Aerotours, mientras miro fijamente la barquilla de la que, imagino, dependería mi vida al subirme en ese globo. Por más grande y preparada que sea, en ese momento no puedo dejar de asimilarla con cualquier canastita de mimbre que uno tiene en la casa.

Para suerte mía, Fernando Cescato, piloto de la aeronave aerostática, se encarga de explicarnos paso a paso todos los procesos por los que transitaría el globo, desde su armado hasta lo que sucedería en aire. Él es uno de los diez aviadores capacitados en Argentina para manejar un globo aerostático y hace más de 15 años realiza viajes de este tipo. Su récord en altura ostenta los 3.500 metros sobre el nivel del mar, cerca del límite en el que el cuerpo ya necesita un tubo de oxígeno para respirar.

Además, no estaría solo, sino que en este caso compartiría el viaje con otras tres mujeres (de Rosario y de Ushuaia), que también experimentaban por primera vez la sensación de volar.

La experiencia sería, a la hora de explicarla, bastante simple: partiríamos desde el campo en Arroyo Seco y durante una hora de viaje sería el viento y Fernando quienes se encarguen de pasearnos a un promedio de unos 400 metros de altura, mientras su colega tocayo nos sigue por tierra en una camioneta para ir a buscarnos en el campo en el que el globo finalmente descienda.

Tras realizar la prueba de rigor con un simple globo de látex inflado con helio, que nos serviría como guía para saber la dirección del viento, Cescato y su compañero procedieron al armado de la aeronave, que con una altura de unos 35 metros de alto (inflada) era, hasta hace pocos años, la más grande de Argentina (NdR: en la actualidad, sólo en las provincias de Córdoba, Buenos Aires, Mendoza y Santa Fe se puede realizar esta experiencia).

A diferencia de lo que uno pensaría (o de lo que yo pensaba), volar así es una experiencia más visual que adrenalínica.

Luego de despegar y sentir la excitación que genera la velocidad con la que se remonta el vuelo y uno se aleja de la tierra, la sensación de incertidumbre y expectativa se transforma repentinamente en tranquilidad. Allá arriba, allá a lo lejos, el viento (aunque nos esté llevando) ya no sopla. Acá arriba, acá a lo lejos, en el cielo que ocupo ahora, los sonidos se desvanecen por completo y un ruidoso silencio se adueña de todo, interrumpido solamente por el mechero que enciende el gas propano (que, básicamente, es lo que hace que nos mantengamos en el aire), por algún comentario o por el transmisor conectado con el aeropuerto.

Observar desde los aires los alrededores, las localidades de Arroyo Seco, Fighiera, Empalme Villa Constitución, el Río Paraná cada vez más a lo lejos, las distintas tonalidades (propias de la estación del año) que se generan en los colores de los campos, es una experiencia prácticamente fotográfica, que se vuelve realista recién al divisar el movimiento de vacas con el tamaño de hormigas o algún auto encaminado por la autopista.

De hecho, en el mismo año en que fue inventado el globo, el arquitecto y viajero francés Alfred Guesdon se subió a uno junto con un fotógrafo y un piloto. Apasionado por la fotografía, combinó su observación y el material obtenido (que en aquella época, como una foto requería exposiciones largas no salieron del todo bien) para realizar litografías de distintas ciudades europeas, siendo una de las primeras personas en la historia en retratar la civilización desde esa mágica perspectiva, hoy tan fácil de alcanzar de diversas maneras (como con un drone, por ejemplo). Me pregunto qué habrán sentido aquellos viajeros al ser los primeros en disfrutar de ese panorama inédito, al que hoy podemos acceder descargándonos una foto de Google.

También, a diferencia de la creencia popular, viajar en un globo aerostático es una de las mejores formas de comenzar a superar el vértigo. Esa tranquilidad que brinda la poca turbulencia del traslado, sumado a la ausencia de ruidos perturbadores, da la posibilidad de realizar un ejercicio tan simple como eficiente: si uno mira al horizonte y va llevando su vista hacia abajo, se da cuenta que es allí donde comienza a notarse esa particular sensación de mareo. Tras realizarlo algunas veces, el temor tiende a desvanecer. “Ahora tenemos que tirarnos de un paracaídas”, dice una de las mujeres que me acompaña, a quien se ve que el ejercicio le dio (demasiado) rédito.

En el aire, allá arriba, allá a lo lejos, el tiempo pasa volando (sí). Recién en el momento en que Fernando comienza a comunicarse con su compañero para informarle el lugar de descenso, cuando el atardecer empieza a interpretar su espectáculo visual admirable, es que caemos en la cuenta de que ya llevamos unos 50 minutos en el aire. Estamos por bajar antes de llegar a la localidad de Albarellos, sintiendo que por una hora nos desconectamos del estrés de la vida misma en el lugar menos pensado.

Previo a aterrizar, Cescato da a cada uno algunas indicaciones para amortiguar la caída y que, en lo posible, la barquilla no se dé vuelta al aterrizar. Mi rol, al ser el más corpulento, sería el de ejercer una presión opuesta a la dirección del descenso, adoptando una posición similar a la necesaria para no trastabillar cuando el 112 frena de un golpazo en pleno microcentro. Acepto mi papel, mientras pienso cómo ingeniármelas para hacer fuerza con los brazos y las piernas, grabar un video y que no se rompa mi cámara al mismo tiempo.

Lentamente la calma de los aires comienza a perderse, el viento se vuelve a sentir y el suelo aparece cada vez más cerca. Ahí, con fuerza, rebotamos una, dos, tres, cuatro y cinco veces. La gran huella en el campo sería evidencia de la fuerza del impacto. La barquilla amaga una y hasta dos veces con darse vuelta, pero finalmente se detiene y estabiliza.

Se sintió un extraño alivio. Por un lado, el canasto no había volcado, algo que se nos había advertido que era probable, y permanecíamos limpios e ilesos, pero por el otro también en ese mismo momento caíamos en consciencia de dónde habíamos estado, como si la última hora no hubiera sido más que uno de los tantos sueños que alguien puede tener.

Ahí también, en esos segundos, reflexioné sobre aquel concepto de libertad que siempre se ligaba a los pájaros y nunca había logrado convencerme de una respuesta al por qué de esas metáforas. En el aire, en pleno vuelo, todo transcurre más lento. Allá arriba, allá a lo lejos, uno siente que logró quitarse unas cadenas y realmente se siente libre. Libre del estrés del día típico y rutinario, libre de las molestias de nuestra forma de vida, libre de los caminos delimitados, de las zonas prohibidas, de trasladarse de un punto A a un punto B con total planificación, libre de presiones, libre de diferencias, libre.

Una vez el globo en calma, contradije la calma de mi reflexión y apuré el salto de la canastilla, tropezando en la tierra pura del campo. Ahí reafirmé que desde el suelo las cosas no se ven tan lindas, pero de seguro se sienten más reales.

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