Sobre el silencio de la noche se desliza tu figura perfecta, hecha de líneas musculosas y subyugante armonía. Atento a cada sombra, a cada pedazo del mundo circundante, has dejado tu pata delantera suspendida en el aire mientras observas el terreno con mirada y olfato que tienen más de razonable desconfianza que de pura prudencia. Después sigues despacio, cauteloso, pero sin dejar de gozar de ese momento único, irrepetible, que te regala la vida.

Tu irrupción en ese instante de la noche, amable gato, trajo a mi memoria aquellos eternos versos del genio de Baudelaire: “Ven, bello gato, a mi amoroso pecho; / retén las uñas de tu pata, / y deja que me hunda en tus ojos hermosos mezcla de ágata y metal”.

Al verte, me pregunto si será cierto que albergas en tu yo insondable esos misteriosos poderes que algunos te adjudican. Pero al punto me reprocho: ¡qué importa eso! Vas caminando por la altura de la noche empujado por ese poder extraordinario, sublime, luminoso, que algunos de nosotros (los humanos) no tenemos: el amor. El amor en su más pura naturaleza, esa que muchos racionales desconocen, o que no quieren conocer porque resulta para ellos más atractiva la luz de neón que aquella espiritual.

Sigo mirándote, desde lejos,  en la noche otoñal y fría mientras tu figura se pierde lentamente entre las alturas ¿Qué otros ojos apreciarán tu porte? ¿Qué otro corazón se sentirá tan cerca al tuyo? ¿Qué destino te tendrán reservado las divinas fuerzas del universo?

Y mientras te alejas hasta hacerte nada, siento la tristeza de tu ausencia y vuelvo a pronunciar los versos que son reflejos del verdadero amor: “Ven, bello gato, a mi amoroso pecho; / retén las uñas de tu pata, / y deja que me hunda en tus ojos hermosos mezcla de ágata y metal”.

Al verme ensimismado en el momento y conociendo mis  tales pensamientos, alguien se preguntará si he devenido loco. Pues sí, probablemente. Y he de decir que… “si esta es en suma la locura, que se expanda en mí y sea más pura”.