Por David Narciso

¿Malgasta dinero el gobierno provincial cuando construye el Centro Científico, Tecnológico y Educativo Acuario Río Paraná? Algunas críticas se escucharon en estos días previos y posteriores a su inauguración. Reapareció así el debate sobre el rol del Estado y la inversión pública. Hubo quienes corrieron por izquierda al gobierno socialista porque hay otros problemas urgentes aun no resueltos. Y están quienes lo cuestionaron por derecha, desde el olimpo del eficientismo y el ajuste, para quienes se trata de gasto superfluo, una inversión innecesaria que solo derrocha recursos y aumenta el gasto. Si la hubiera hecho un gobierno justicialista dirían que es una obra populista.

En algunos casos la discusión está atravesado por el juego político, pero no siempre. Es un debate pertinente y viene de vieja data. De hecho, dentro del propio socialismo  hubo disparidad de criterios y cuestionamientos cuando la administración Bonfatti no logró terminar el Acuario en sus 4 años.

Hay quienes creen que la obra pública tiene que limitarse a infraestructura básica y funcional. Electricidad, rutas, cloacas, agua, algún hospital, obras hidráulicas, sistema de monitoreo en seguridad. Lo demás sería superfluo. Podría encuadrarse aquí a los gobiernos peronistas de la provincia previos a 2008.

Otra corriente entiende que además de esos objetivos, la obra pública “construye” en otras dimensiones: cultural, educativa, histórica, ambiental, esparcimiento (parques públicos) y en lo simbólico (el Monumento a la Bandera, el Tríptico de la Infancia), además de algo muy concreto y material: la plusvalía urbana.

Esta segunda forma de ver la obra pública la tenían muy en claro generaciones anteriores, en particular los viejos gobiernos liberales que levantaron los museos que hoy guardan nuestra historia en construcciones que costaron mucho dinero y tiempo en su época y que, décadas después, siguen siendo visita obligada de escuelas y particulares; lo mismo con esos fenomenales edificios públicos, escuelas, universidades, cementerios, bancos, todas construcciones que excedían largamente su funcionalidad.

Ciencia, tecnología y divulgación

El acuario Río Paraná tiene show. Tiene tecnología, es atractivo, una vidriera fenomenal. “Populismo”, “derroche”, dicen los supuestos eficientistas. Podríamos encuadrar en esta línea al PRO y sus usinas en los medios. El presidente mismo proclama que las obras se anuncian, se hacen y se terminan en los plazos previstos, como contracara de quienes lo precedieron. Pero sus obras se anuncian y no están, no empiezan siquiera.

Para esta corriente de pensamiento, el dinero de la obra pública tiene sentido si es subsidiaria de las empresas, en especial las medianas y grandes, porque éstas vendrían a ser el motor sobre el que descansa el país. La obra pública no tiene fin social sino como resultado de haber favorecido a quienes con mayor actividad económica, menores costos y más ganancias, derramarán sobre el resto de la estructura social.

Esta óptica pone en segundo plano el rol igualador de derechos que debe cumplir el Estado y para los que la obra pública es una de sus herramientas. Sobre esto, el jefe de la bancada de diputados socialistas Rubén Galassi recurrió a Twitter para hacer frente a los críticos: “Cultura, investigación, conocimiento, entretenimiento, defensa medio ambiente y al alcance de todos. El Estado está para eso. Los críticos, seguro, prefieren ir a Disneylandia!”

Más allá de lo visualmente atractivo, el edificio del Acuario genera un espacio unificado para equipos de investigación y desarrollo tecnológico de distintas áreas de las universidades de la UNL, UNR y Conicet que trabajaban desde antes, pero desperdigados y descoordinados. Es cierto que un nuevo edificio no garantiza mejores resultados, pero los ámbitos de trabajo, la interacción y la infraestructura son imprescindibles. Si bien son escala de investigación diferente, no se escucharon cuestionamientos a las millonarias inversiones del Estado Nacional en edificios y equipamientos en el Centro Científico y Tecnológico del Conicet Rosario, en 27 de Febrero y Ocampo, donde una de las preocupaciones de sus directivos es justamente la divulgación pública de lo que allí se hace, abriendo sus instalaciones a la prensa, escuelas y público general.

Santa Fe tiene mucho para investigar y desarrollar sobre el ecosistema del río Paraná, al que algunos sólo ven como una autopista de barcos que abarata fletes. A lo largo de los 800 kilómetros de costa santafesina vive mucha gente, que toma agua, arroja efluentes, lo usa para esparcimiento, vive de la pesca, somete a explotación los recursos ictícolas.

Esto último, la sobreexplotación pesquera, que involucra tanto a frigoríficos exportadores de pescado de agua dulce, a pescadores artesanales y varias provincias, viene dañando el ecosistema. Es una actividad económica que sustenta a miles de familias con impacto ambiental negativo. No se la puede prohibir como quisieran los conservacionistas; y controlar para hacer cumplir las regulaciones presenta enormes dificultades. La cría de especies en cautiverio (algo se está haciendo con pacú), repoblación y preservación es la única alternativa. Para eso se requiere conocimiento y desarrollo tecnológico.

¿Gasto superfluo?

Ángel Sciara, que como ministro de Economía del gobierno del Frente Progresista inauguró una etapa distinta a la de los gobiernos justicialistas en relación a gasto e inversión pública, suele afirmar que la obra pública que se justifica hacer es la que se paga sola.

Pagarse por sí sola no implica construir una ruta y poner una cabina de peaje para recuperar la inversión, sino que expande el movimiento económico y productivo (una ruta o autopista); mejora en lo concreto la calidad de vida (luz, agua, cloaca, hospital), valoriza propiedades o acumula capital educativo y cultural.

Veamos el caso de una obra ideada y gestionada por un gobierno peronista y ejecutada por el socialismo, como la autovía de la ruta 19. La traza es nacional, pero Santa Fe se hizo cargo de la reconversión a pesar de que 10 años después no hay ni miras de que la Nación le compense esa millonada que consiguió del Banco Mundial y ya devolvió. Los beneficios están a la vista: alivio para rutas y pueblos de su zona de influencia, mejor comunicación con provincias vecinas, enorme reducción de siniestros viales y por tanto menos gastos en hospitales, ambulancias y ahorro de vida humanas, sólo por dar algunos beneficios.

Con el Acuario los beneficios son menos cuantificables hoy. Espacio concreto de investigación biológica y desarrollo tecnológico. Centro educativo-recreativo. Recuperación de un espacio público costero de acceso libre. Plusvalía urbana.

En otros lugares del mundo la mayoría de los acuarios son atracciones privadas. Acá el sector privado por ahora apuesta a hoteles, casino, gastronomía y paseos de compra. No hay un Tren de la Costa, un Temaikén o una fundación al estilo de la que promovió el Ecocentro de Puerto Madryn (y aunque así hubiese sido, ¿por qué no debería el Estado tener una presencia no comercial en la promoción de la diversidad ambiental y la explotación sustentable del río?).

Más aún, por qué no apuntar ahora a reconvertir y potenciar la Granja La Esmeralda en Santa Fe y enclavar un proyecto de alcances similares (educativo y de investigación) en el norte provincial hoy todavía la zona con más diversidad de fauna y flora de la provincia, y por tanto la más amenazada. Si bien algunos la ven como un territorio de conquista para la soja, el chaco santafesino necesita retener sus bosques y es ideal para ampliar la industria forestal, que cada vez está más vinculada al desarrollo de ciencia biológica y la genética.

Otra cuestión interesante es no pensar el acuario como una obra aislada. Está enclavada en una ciudad que hace 40 años trabaja para recuperar la costa y por lo tanto aporta como nuevo atractivo al modesto perfil turístico de la ciudad, al que también se suman otras piezas, privadas y públicas.

Dimensiones de la obra pública

Además del público que caminará entre peceras los fines de semana, de lunes a viernes recorrerán el Acuario contingentes escolares de la provincia y el país, como complemento, por supuesto, de la visita al Monumento Nacional a la Bandera, ese “mamotreto” aparentemente improductivo ideado a finales del siglo XIX y cuyo ritmo de construcción, a causa de los costos, insumió 14 años.

Una de las críticas que se escuchó es que el Acuario costó 220 millones que hubieran podido destinarse a otra cosa. Siempre hay una decisión política detrás de la asignación de recursos y siempre será discutible. Asumiendo que no hay una verdad mejor que otra, está bien puntualizar que esos 220 millones se repartieron en 6 años y que con sus más y menos el Estado provincial hoy tiene en ejecución en cloacas, hospitales, programas habitacionales, Plan Abre, sistema eléctrico, acueductos, obras hidráulicas, seguridad y por sobre todo en obras viales, que además de ser la favorita del gobernador arrastraba un déficit de inversión en años anteriores.

Largo plazo

Hermes Binner, que impulsó el Acuario (se inició en 2012 con Bonfatti y lo inauguró Lifschitz), llevó a la provincia un concepto de obra pública que amplió, en áreas y escala, lo que se hacía hasta el momento.

Un ejemplo es el proyecto de levantar en Santa Fe capital el equivalente al Tríptico de la infancia rosarino. Puso millones en rescatar edificios en ruinas para dedicarlos a la creatividad y el juego de niños, iniciativas que no hubieran entrado en la agenda de gobiernos anteriores a 2007, que eran fanáticos de la obra pública, pero la circunscribían a asfaltar rutas, canales, vivienda, escuelas y algo en salud.

Hay una anécdota de esos tiempos, contada por fuentes de primera mano, que retrata estas diferencias de criterios y que tiene como protagonista a Jorge Obeid, cuya segunda gobernación tuvo altísimos niveles de ejecución de obra pública.

Cuando allá por 2006 el entorno de Obeid logró finalmente convencerlo de que los grandes acueductos no eran una obra faraónica inalcanzable sino una necesidad, que financiar perforaciones y plantas de potabilización por ósmosis inversa en cada pueblo era un parche imprescindible pero no la solución en el tiempo, ya era tarde y el peronismo estaba de salida del poder.

También pensaba que eran obras que llevaría muchos años inaugurarlas y que no sería él, ya con dos gobernaciones a cuesta. Era preferible la ruta que se asfalta rápido y se corta la cinta. El rédito que todo político busca se facturaba aquí y ahora.

Binner, en cambio, se animó. Desde el primer momento lo presentó como un plan que insumiría 25 años (probablemente sean más) y la certeza de que no sería él quien los inaugurará todos, ni siquiera su fuerza política. Resolvió lo del rédito político celebrando cada una de las etapas que se concluía, aun cuando aún no prestaba servicio. Bonfatti y Lifschitz hacen lo propio.

Por supuesto, a la hora de hacer median decisiones acertadas y errores, modificaciones de proyectos, luego cambian los que toman decisiones, que a veces tienen otras prioridades, y a medida que el tiempo transcurre mutan las demandas al Estado. Hay que tener espalda política. En 25 años se agravan los problemas sanitarios, crece la población y las poblaciones. Los proyectos requieren más que voluntad y decisión. Conseguir financiamiento externo requiere trabajo a largo plazo y juegan los tiempos y las circunstancias políticas. En el medio la gente sólo ve anuncios, obras inconclusas durante lapsos extensos, los problemas de seguridad desbaratan la agenda del gobierno y la oposición hace lo suyo.

El tema de las prioridades

Con respecto al Centro Científico, Tecnológico y Educativo Acuario Río Paraná, una concejala kirchenrista preguntó por qué no se usó ese dinero para atender problemas en las escuelas. Al gobierno que representaba a Marina Magnani hasta 2015 le criticaban lo mismo por los fastos del Bicentenario o Tecnopólis. Alguien también señaló que no se avanza con la etapa siguiente del Acueducto Gran Rosario, que solucionaría la falta de agua a miles de familias.

Chicanas de lado, hay una discusión legítima y difícil de acordar sobre la cuestión de las prioridades. El actual gobierno consiguió financiamiento internacional y licitó la etapa final del acueducto que llevará agua hasta Rafaela por 2.600 millones de pesos (en el país sólo hay un puñado de proyectos por ese monto), pero no hay nada de la siguiente etapa del Gran Rosario. La provincia no es que no tiene dinero, pero en esta etapa convino con la Intendencia, como ejes estratégicos, completar la red de grandes avenidas, el Plan Abre y cumplir el compromiso de tener cloacas en toda la ciudad en 2019. Todas obras también muy necesarias.

Cada gobernante tiene su agenda, la cual tiene que encastrar con los planes que atraviesan gestiones, fuerzas políticas y generaciones. Los últimos acueductos, por ejemplo, se podrían inaugurar cuando estén naciendo los hijos de quienes nacían cuando se empezó a construir el primero. Así se acumula el capital social que hoy mejoró nuestras condiciones en relación al pasado.