Cerca del mediodía las inmediaciones del Congreso se fueron poblando, primero arribaron los grupos de izquierda a la esquina de Rivadavia y Callao,  luego, por la misma Rivadavia fueron llegando las organizaciones sociales, partidos políticos, agrupaciones barriales y estudiantiles.

Se apostaban en bancos y canteros infinidad de madres con sus hijos pequeños, trabajadores de fábricas tomadas, de hospitales en estado de crisis y abandono, desocupados organizados en pequeñas cooperativas.

Los sindicatos estatales, docentes y pequeños gremios industriales se fueron agolpando por avenida 9 de Julio. Pasada la una de la tarde se incorporaron por Avenida de Mayo poblando los márgenes de la plaza.

Los distintos estamentos de la seguridad policial habían vallado toda la entrada al Congreso Nacional, dejando al descubierto unos 100 metros, donde se parapetaron pareciendo incentivar a que los disturbios se originaran en ese sector.

Aún así la masa multiforme embanderada con estandartes de mil colores se mantenía paciente, por más que adentro del Congreso los legisladores oficialistas y afines estuvieran, al mismo tiempo, pergeñando un nuevo robo al pueblo.

La gente parecía resistir con una extraña alegría al son de los bombos y tambores que le imponían ritmo a la tarde.

Observando esa postal, uno no terminaba de entender qué lógica perversa subsiste y legitima como natural la escena que monta dentro de un recinto de la «democracia», un grupo de personas que negocia  el hambre de la gente,  las jubilaciones de los viejos, los remedios de los enfermos, la educación de los niños, la  ayuda social de los desprotegidos,  y afuera, las personas aguantando impávidas bajo la lluvia, soportando un despojo tras  otro, esperando pacientes que se revierta la entrega que se avecinaba nuevamente.

Parecía una fábula que se repetía, todos esperando pacíficamente la guillotina sobre las cabezas, confiados, quizas míticamente, en un giro inesperado provocado por la movilización popular, pero al poder no le bastaba con eso  y en un momento determinado, alrededor de las 14:20, una piedra que no sabe de donde vino, un balazo que se sabe perfectamente de donde se disparó, desató la estampida.

Las madres cubriendo a sus hijos, los jóvenes rescatando a los viejos, las organizaciones juntando a sus compañeros y todos corriendo con el sonido de las balas de goma y las sirenas de fondo.

Todo estaba preparado para la represión, no desde la mañana anterior, ni desde días atrás, sino desde las leyes sancionadas con anterioridad, donde también se vio vulnerada la integridad del pueblo.

La Plaza Congreso estaba minada de obras en construcción,  con montañas de adoquines y escombro, bolsas de piedras, palos  y todo tipo de elemento que el gobierno de la ciudad había dejado estratégicamente desparramados como por un descuido, pero que representaba un arsenal para el combate callejero.

Todo estaba cínicamente orquestado, perfectamente premeditado, con la misma premeditación y alevosía que la campaña electoral del 2015, tal vez como las persecuciones judiciales,  tal vez como el plan de ajuste estructural orquestado en la quinta de Olivos, en las últimas reuniones con Christine Lagarde o en la visita del presidente Mauricio Macri a Nueva York.