Por Walter Graziano

La decisión de no avanzar con la cuarentena más allá de Semana Santa parece ser un claro acierto. Sin embargo -recuerde esto, lector- con el correr de los días la comunidad científica en general y los médicos televisivos en particular van a presionar más y más por una extensión de esta o -en el mejor de los casos- por una apertura extremadamente lenta que en la práctica se tornaría irrelevante. ¿Cuál es la causa de esto? Lo que los médicos denominan “Ro” que no es otra cosa que el “coeficiente de contagio” que posee el Covid-19. ¿Cuál es el problema con este coeficiente? Pues bien, en el caso del coronavirus está en torno a 2,3 (o sea, cada enfermo contagia a otros 2,3 nuevos enfermos en promedio) mientras que en enfermedades como la gripe común esa cifra estaría en torno a 1,3. Un lector desprevenido podría preguntarse qué importancia puede tener una diferencia tan escasa. Pues bien, las frías matemáticas arrojan resultados abrumadores. El enfermo promedio de coronavirus -en estado natural, sin cuarentena- contagia 2,3 nuevos enfermos en un lapso promedio de 5 días.

El año tiene 64 períodos de 5 días, lo que marca que en un año -teóricamente- hay 64 ciclos de contagios iniciados por cada enfermo que contagia a otros 2,3. Aunque 2,3 personas parezca una cifra pequeña, lo cierto es que la exponenciación a la potencia 64 del número 2,3 indica que la cantidad de contagiados en sólo un año -librada la pandemia a sus propias fuerzas sin medidas de prevención de ninguna índole- marcaría que en un año estarían todos los habitantes del planeta contagiados (sí: todos los habitantes del planeta) y si no fuera por el hecho de que una vez contraída la enfermedad esta otorga inmunidad de reincidencia, cada habitante se habría contagiado en un año no una, sino varias -a decir verdad, muchas, muchísimas- veces. Por eso es que aunque el verdadero motor inicial de contagio que fue China se ha frenado completamente, aun así en sólo un mes los casos detectados pasaron de 100.000 a 850.000 en todo el mundo.

Como se ve, la progresión es geométrica, y aunque el virus en sí mismo es casi inofensivo para menores de 65 o 70, años puede ser altamente letal en pacientes con factores de riesgo previos. De hecho, en el último informe aparecido ayer del Istituto Siperiore de Sanitá italiano se ve que de cada 100 pacientes muertos nada menos que 97,9 de estos tenían factores previos asociados. Si estos no existen, es muy difícil morir de este virus. Ahora si estos existen, las complicaciones pueden ser fatales. Y como el índice de contagio -el Ro- es elevado, el período de contagio es inicial y corto y no hay todavía casi población inmune al virus han surgido todo tipo de cuarentenas de diversos alcances con el fin de bajar ese nivel de contagio con el atendible fin de dosificar la aparición de casos e impedir una proliferación de muertes muy grande y muy concentrada en un corto y fulminante período de tiempo (lo que los médicos llaman “achatar la curva”).

Dicho esto, parecería que debiéramos -como a veces el Gobierno parece tentarse a hacerlo- sacrificar toda otra variable o cuestión en el altar sanitario del coronavirus. Por eso las cuarentenas. Y estas se basan primordialmente en una cuestión: reducir la oferta y demanda de los bienes al mínimo imprescindible durante un período de tiempo. Vale decir: sólo permitir que se negocien en el país “bienes esenciales” por estos 30 días. Ahora bien, ¿qué es un bien esencial? Podría decirse que sólo aquellos bienes indispensables para poder vivir: básicamente, alimentos y servicios públicos. Estrictamente hablando, podríamos reducirnos a eso. Es más, cualquiera no formado en materia económica -como los médicos o los abogados- puede estar tentado de hacerlo. Y por eso por ahora proliferan las cuarentenas. El problema, sin embargo, es que pasando el tiempo la canasta de “bienes esenciales” no puede más que ampliarse. Y ampliarse a un ritmo de crecimiento tan acelerado como el propio contagio del coronavirus. ¿De qué estamos hablando? El lector lo comprenderá con algunos ejemplos. El pan es un bien esencial. De eso no le caben dudas ni siquiera a un empedernido aficionado a las dietas. Sin embargo, el pan que se vende en los supermercados nunca podría ser negociado sin su envase de celofán. De ello hay que concluir que el envase de celofán es un bien tan esencial como el pan que envuelve. De tal forma, mientras las panificadoras tienen stocks de envases disponibles pueden abastecer a los supermercados en períodos de cuarentena. Ahora bien, en cuanto empiezan a acabarse estos stocks de envases de celofán el gerente de compras de la panificadora se gastará el dedo apretando la tecla de su celular para llamar a la fábrica de envases… donde lo atenderá el contestador automático explicando que la fábrica permanece cerrada debido a la cuarentena. La presión para abrir las fábricas de celofán será entonces muy fuerte porque de otra manera una vasta cantidad de gente se quedaría sin pan. Lo mismo podríamos decir de los envases de plástico de las aguas minerales y las gaseosas, de los envases de aluminio y metales livianos de las conservas. Y así podemos seguir y seguir hasta incluir además toda suerte de artículos de toda índole donde ninguno puede faltar -y su producción es necesaria y “esencial”- para que sigan existiendo alimentos en las mesas y servicios públicos en las viviendas en las que estamos confinados.

Y no sólo esto ocurre con los bienes físicos. Lo mismo ocurre con los servicios personales. Por ejemplo, en este mismo momento es probable que el 99,9% de los mecánicos del país estén viendo televisión o leyendo algo. Pues bien, en cuanto los camiones que reparten alimentos empiecen a romperse por motivos de su uso habitual… o esos mecánicos empiezan a trabajar o nos quedamos sin alimentos. Lo mismo pasa con los electricistas, plomeros, gasistas. Así podemos seguir y seguir hasta alcanzar por lo menos el 90% de los servicios personales. Vale decir entonces que los “bienes esenciales” empiezan a multiplicarse con el paso de los días a un ritmo tan vertiginoso como los contagios del coronavirus, por lo que cualquier cuarentena o se levanta o… se levanta.

Y las cosas no terminan allí: la dimensión del dinero y del crédito cambia rotundamente en presencia de una cuarentena sanitaria: el efectivo vale oro, los depósitos a plazo pueden terminar valiendo poco y cualquier tasa de interés puede terminar siendo irrelevante si se intenta poner en práctica una cuarentena por tiempo indefinido. Ello sin mencionar la cantidad de créditos que terminan sin poder pagarse ni de las consecuencias de ello… Estos temas monetarios en particular pueden terminar siendo tan pero tan espinosos y graves que mejor no tratarlos ahora. Por lo tanto, la cuarentena sanitaria o se levanta o se levanta. Y si no la levantan, se levanta sola. Y -entiéndase por favor el eufemismo- que una cuarentena “se levante sola” indica un nivel de crisis muy superior a que se levante de manera planificada. La consecuencia de dejar una cuarentena en vigencia más tiempo de lo debido es empezar a condenar a personas a morirse no de coronavirus, sino de hambre o en episodios de violencia.

Ocurre que normalmente no nos detenemos a pensar cuán artificial es la vida urbana: estamos todos juntos, alejados kilómetros, muchas veces cientos de kilómetros de las materias primas que nos resultan realmente “esenciales” para vivir. Y sólo es el tipo de organización económica que existe -el capitalismo- lo que nos permite vivir en ese sistema de existencia tan artificial que puede comenzar a resultar mortífero en cuanto el sistema capitalista se “contagia la cuarentena”, que es un virus letal para la organización económica. El lector probablemente ya advirtió algo: estamos en presencia de dos magnitudes de tiempo, dos diferentes dimensiones temporales, que pueden resultar igualmente mortíferas. ¿Cuál es peor? Uno puede suponer que es más fácil encontrar una droga eficaz al menos para controlar el coronavirus -crucemos los dedos con la hidroxicloroquina- que idear un esquema que nos permita vivir en el contexto de una cuarentena sanitaria por tiempo prolongado.

Fuente: Ámbito Financiero.