A principios del 2016, el por entonces Ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, Alfonso Prat Gay, sostenía que la Argentina estaba “saliendo de las tinieblas de la inversión extranjera” en clara referencia al inminente arreglo con los denominados “fondos buitre” que habían adquirido a precio vil bonos defaulteados en 2001 y litigaron contra el país en busca de ganancias extraordinarias.

Apoyando la iniciativa del ejecutivo, muchos legisladores sostuvieron que el arreglo significaba “una vuelta de página” necesaria para que el país “vuelva al mundo”. En rigor, el arreglo con los Fondos Buitres mejoró las condiciones para acceder al financiamiento externo, pero la política económica y la conducta de endeudamiento expuso al país a una mayor dependencia de los acreedores y de las condiciones financieras internacionales.

Desde que se logró el acuerdo con los fondos buitre, el endeudamiento público argentino creció a pasos agigantados, haciendo que a principios de noviembre de 2017 la Deuda Pública Nacional alcance los 324.500 millones de dólares (45,7% por encima de la que había en diciembre 2015). Por su parte, la Deuda Pública Externa trepó a 103.800 millones de dólares, 63,1% más que el stock registrado a finales de 2015.

Sin embargo, a dos años del “ingreso al mundo” los resultados no son los esperados. Ni el shock de confianza, ni el arreglo con los fondos buitres, fueron suficientes para atraer la tan ansiada “lluvia de inversiones”, acentuando la vulnerabilidad de la economía argentina con la peligrosa presencia de déficit gemelos: el fiscal y el comercial.

El Déficit Financiero (Déficit Fiscal primario más intereses de deuda) del periodo enero-septiembre de 2017 creció un 31% con respecto al mismo periodo de 2016. Dicho incremento se explica no sólo por el mayor volumen de deuda, sino por los intereses que ella implica pagar anualmente, que entre enero y septiembre de 2017 crecieron alrededor de 79% con respecto a idéntico periodo del año anterior.

Por otro lado, la creación de dólares genuinos (es decir, la entrada neta de divisas por vía de las exportaciones) no alcanza a cubrir las compras externas, lo que obliga a tomar nueva deuda y refinanciar pasivos. Entre enero y setiembre de 2017, las exportaciones totales acumuladas aumentaron 0,7% respecto de igual período del año anterior (315 millones de dólares), mientras que las importaciones aumentaron un 17,7% respecto al mismo período. Así, el déficit en la balanza comercial alcanzó la abultada cifra de 5.200 millones de dólares, y nadie espera que esta situación se revierta en el mediano plazo.

Una de las agencias de servicios financieros más influyentes del mundo, Standars and Poor’s, calificó al país como uno de los cinco países emergentes más frágiles de la actualidad a causa de la alta dependencia a los factores externos. Argentina ocupa el segundo lugar (después de Turquía y antes de Pakistán, Egipto y Qatar) en el ranking de economías frágiles. Este puesto la identifica como una nación donde sus variables económicas las vuelven más propensas a sufrir ante crisis internacionales; el endeudamiento externo abrió esta puerta.

Otro reconocida agencia, Bloomberg, anunció que Argentina ocupa el primer puesto en el ranking de emisión de deuda en los últimos dos años; seguidamente se encuentra China, Banco de Desarrollo de Corea, México, Corea del Sur, Indonesia.

Los datos oficiales y de agencias extranjeras hablan de la creciente vulnerabilidad de la economía argentina a las condiciones financieras internacionales. Hoy podemos afirmar que Prat Gay estaba equivocado: la vuelta al mundo pudo haber permitido tomar más deuda pero ello no implicó una mejora en las condiciones financieras del país. Como dicen algunos economistas del establishment, “no hay plan B”. Con este esquema, la Argentina queda a la suerte de los prestamistas internacionales y ruega que no aparezca ningún “cisne negro” en el horizonte del camino.

Esteban Guida

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