Por Carlos Duclos

Claro que sí, es absolutamente cierto el pensamiento de Napoleón quien sostenía que “abandonarse al dolor sin resistir, suicidarse para sustraerse de él, es abandonar el campo de batalla sin haber luchado”. Pero esta idea cobra valor para aquellos quienes, sufriendo, aún no han pasado la línea donde acaba la esperanza, luego de la cual se ingresa en la tierra mental de la desesperación desbocada, de la fe hecha añicos y de la perturbación plena.

Algunas religiones, entre ellas el cristianismo y el judaísmo, han cuestionado en el pasado a los suicidas. Y aunque la idea del pecado por quitarse la vida aún subyace, no hay cuestionamientos notorios ni encubiertos en general. Y ello es así porque debe aceptarse que quien está desesperado, abandonado, y encima es humillado y escarnecido, carece de capacidad mental para discernir. Su dolor es absoluto, su confusión total y su mente se encuentra tan perturbada, tan abatida, que es incapaz de distinguir entre lo que puede la vida y lo que ofrece la muerte.

Un ser humano en tales circunstancias extraordinarias, tiene la mente moribunda y el espíritu seriamente herido y no puede ser cuestionado de ninguna manera por adoptar decisiones que, desde luego, no son las adecuadas. Y quien lo llame “pecador” comete en realidad un verdadero pecado.

El caso de ese hombre extraordinario que fue René Favaloro, (porque antes que gran médico fue gran hombre), es el caso del ser humano que habiendo amado al mundo y sus criaturas, que habiendo entregado mucho de lo suyo para el bienestar de ese mundo, es abandonado, dejado en la soledad, humillado con la indiferencia por el poder. No sólo por el poder del Estado, como se ha dicho alguna vez, sino por el poder económico y social que pudiendo haberle ayudado siguió su camino mientras el médico veía temblar toda su obra.

El caso del doctor Favaloro, es el caso del ser humano o de cualquier criatura que anda sedienta en el desierto de la vida, que ve pasar a los peregrinos cargados con agua y se pregunta azorado y angustiado sobre cómo es posible que nadie le entregue una gota para salvar su vida.

El caso de este científico argentino, que deslumbró al mundo con su conocimiento, es el caso del triunfo del mal por sobre el bien, del bueno que es azotado por ser bueno, del honesto que es vilipendiado por ser honesto, del ser moral que es crucificado por los amorales.

No es utópico pensar que Favaloro se hubiera sentido un intruso en este mundo de hipócritas, interesados, más empecinados en odiar que en amar; más interesados en el dinero que le negaron para su obra que en la paz de cada ser humano. No es descabellado pensar que se sintió engañado, traicionado por los mismos de siempre.

¿Cómo podría sobrevivir un espíritu así, alguien que hablaba de la indivisible estructura de “ciencia y conciencia”, cuando parte de la ciencia no tiene escrúpulos y es capaz de matar sueños a cambio de denarios? Es posible que algunos hombres, con sus actitudes deleznables, le hicieran comprender a este gran espíritu que no era de este mundo.

Y sí, por supuesto que sí, el doctor René Favaloro era (es) un hombre de otro mundo.

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