Por Carlos Duclos

Si Charmander hubiera podido pensar (y quién sabe si no podía) se hubiera preguntado cómo Facu, con nueve años, había aprendido  a jugar tan rápidamente Pokémon Go. Pero esa es otra cuestión, lo cierto es que Facu era un chico inteligente, un semi precoz y bastante prodigio. “Más aún que esos pibes de ahora, decía su abuelo metafóricamente, que nacen con dos dientes,  un celular atado a su cordón umbilical y en lugar de llorar preguntan si en la sala de partos hay Wi  Fi”.

Charmander, el monstruo, estaba allí, apuntado por la cámara del Smartphone de Facu y listo para ser capturado. El chico intentó deslizar el dedo sobre la pantalla, y en ese mismo instante se dio cuenta de que estaba en la acera y que un poderoso y moderno Citroen DS4 casi lo atropella. Se asustó, pero eso no fue nada en comparación con lo que seguiría de inmediato:  Charmander le mandaba un “no” hecho de señas con su cabeza y en la touch del smart apareció un misterioso  mensaje: “no me arrojarás la pokémon bola. Ven conmigo”. No tuvo tiempo de reaccionar, porque apenas quiso pensar en los que estaba sucediendo el monstruo se extendió, tomó a Facu de los hombros y lo metió en la pantalla del aparato de 5 pulgadas arrastrándolo por un embudo que giraba. Caía raudamente y cuando al fin se acabó el vertiginoso movimiento, estaba en la misma calle de su barrio, pero algo era distinto. Lo confirmó cuando en lugar de un DS4, el que pasaba ahora frente a él era un viejo aunto con forma de rana que decía Citroen 2CV.

Era de locos; Charmander lo había arrojado al mismo espacio, pero de otro tiempo. Fue hasta calle Córdoba y comprobó que los autos eran medio cuadrados y leyó sorprendido algunas marcas: Siam Di Tella, Renault Dauphine y de vez en cuando un Peugeot 403. De pronto un Ford Falcon pasó haciendo sonar una extraña bocina, y unos chicos que estaban en el baldío de enfrente, jugando un extraño juego, lo interrumpieron para mirar el moderno bólido. Se quedaron mirando, con la boca abierta, a aquel vehículo medio alargado que rompía con las líneas de esos años, de faros redondos atrás.

Entre los trompos y Platero y Yo

Facu cruzo la calle. Al mirar hacia los costados advirtió que en el lugar donde debía  haber  casas había descampados, y que la principal calle que conducía al residencial barrio Fisherton estaba flanqueda por árboles. Tenía miedo, no sabía si estaba soñando o había sido víctima de una brujería informática. Pero cruzó y se sentó sobre la base de un viejo Paraíso. Los chicos tenían una fina cuerda en la mano, de unos 70 centímetros, que enrrollaban en un objeto redondeado, con cuerpo y cabeza de madera al que llamaban “trompo”. Lo arrojaban contra el piso soltándolo de la cuerda y lo hacían girar sobre un círculo donde había otros objetos similares que ellos mismos habían puesto. El juego consistía en hacer salir del círculo a los demás trompos; el que lo lograba se quedaba con todo.

Facu no podía dar crédito a lo que veía y mucho menos cuando escuchó de uno decir: “me voy. Tengo que ir a la biblioteca a buscar material para hacer una biografía sobre Juan Ramón Jiménez y la tengo que presentar mañana”. ¿A la biblioteca? Otro saltó y preguntó extrañado: ¿“Ustedes recién están leyendo Platero y Yo”? El chico se encogió de hombros y no dijo nada. Facu, que era inteligente y estudioso, pensó que esos tipos eran locos o que él estaba en otro mundo.

El pibe se agachó, sacó el trompo del círculo ante el reclamo inútil del resto, cruzó una calle y se detuvo en la puerta de una casa a hablar con unas mujeres quienes, locamente, tomaban mates sentadas a la vereda “¡Están locas! -pensó Facu- sentadas afuera tomando mates ¿No tienen miedo de que les roben y las maten?” Después se acordó que estaba en otro tiempo.

El bolillón de plomo, el barrilete y el viejo ausente

No salía de su asombro y quedó pasmado cuando escuchó un par de charlas de aquella pandilla amorosa, cuyos integrantes de cara sucia llevaban pantalones cortos (¡qué cursi!), unas zapatillas marcas cualquier cosa y unos pulóveres que, se advertía, habían sido tejidos con dos agujas y punto inglés. “Se me rompió la pata de un caballito de plomo, así que derretí al caballo y al jinete y me hice un “bolillón”, dijo el colorado. Facu no entendía nada. “Ma salío bien redondo. Pude hacer un pozito casi perfecto en la tierra. Con ese voy a bajar pilas de figus”. El rubio, hijo de italianos al que le decía “gringo” saltó: “Hablando de figus, conseguí la de Bertoldi y la de Juárez de Central, ma faltan la de Griffa y la de Sacchi de Ñuls y lleno el álbum ¡Miren si me gano la de cuero!”

“Gurrumo”, el más chico, salió del escenario de las figus y tiró la idea: “mañana vamos al cañaveral, hay que ir juntando cañas para hacer los barriletes, se viene la época”. Al punto “Flacucho” agachó la cabeza y llorisqueó: “¿qué te pasa?” -pregunté el más alto de la banda-. Uno del grupo que parecía el más amigo del entristecido, se acercó y le pasó la mano por el hombro mientras le decía: “No te preocupes, venite a mi casa y hacemos el barri con mi viejo”. Entonces todos se acordaron de que el padre de “Flacucho” había muerto hacía un mes.

Facu se acordó de su padre, de su madre, de su hermano y de su abu y quiso estar con ellos de inmediato. Escuchó una vez que alguien decía: “en la vida, por donde se entra se sale”. Cruzó calle Córdoba se paró en el mismo lugar donde había caído, sacó el smartphone, abrió el Pokémon Go y apareció Charmander y abajo una leyenda: “ahora retornemos”. No tuvo tiempo de nada; el monstruo lo metió en el embudo y en un instante estuvo en el mismo lugar que ahora se le aparecía como él lo conocía.

Como alma que la espanta el diablo, disparó hacia su casa, tomó el teléfono fijo y llamó. Del otro lado atendieron y Facu dijo medio agitado exclamó: “Abu, mañana voy, quiero que me cuentes de cuando vos eras chico”. Cuando se cortó la comunicación el hombre, sorprendido, le dijo a su mujer: “Era Facu. No sé qué le pasa a ese chico Ana, quiere que le cuente cosas de mi infancia”. Abu se sentó en el sillón del living, se quedó mirando la nada pensativo y después de un largo rato una lágrima se cayó por su mejilla. Se acordaba de aquel día en que su padre le ayudó a hacer su primer barrilete que no le salió “empachado”.