Por Walter Graziano

“Cada día sabemos más y entendemos menos”. La frase de Albert Einstein parece muy aplicable a la actualidad argentina. Hoy proliferan los economistas argentinos conocidos. Algunos de ellos -por lo general ultraortodoxos, ultrafiscalistas y ultraliberales- vienen pronosticando una hiperinflación en Argentina. Más precisamente varios de ellos lo vienen haciendo desde inicios de 2018 cuando la política monetaria comenzó a hacer agua por los cuatro costados para mantener al dólar en caja. Muchas veces parece incluso que hay un deseo encubierto de que surja una hiperinflación como forma de “hacer sentir el rigor” a la clase política y a la moneda argentina porque aquí se hizo “todo mal”, por lo que un merecido castigo a quien hizo todo mal tranquilizaría a quienes aplican a la economía una metodología religiosa en la que las cosas están o bien o mal. Recordemos entonces qué es una hiperinflación. Argentina tuvo dos, en 1989 -con Raúl Alfonsín y Carlos Menem-, por lo que los argentinos de mediana edad sabemos muy bien de lo que se habla, pero la gente más joven no tanto. Pues bien una hiperinflación no es otra cosa que una inflación descontrolada y a ritmo creciente que termina por alcanzar guarismos exorbitantes y por pulverizar el valor de las deudas estatales, los salarios reales, y el valor de toda renta fija, pública o privada, en moneda local. Un verdadero vendaval financiero.

Una hiperinflación es fácilmente identificable en un país cuando se observa una gran cantidad de ceros en su numerario. Por ejemplo, el recordado austral, caracterizado por tener cada valor el rostro de un presidente en su anverso llegó a contar con un billete de medio millón y menos mal que fue reemplazado en su circulación porque a raíz de la hiperinflación se corría el riesgo de que empezaran a aparecer temibles presidentes “de facto” en la moneda. Las remarcaciones de precios son muchas veces aún más frecuentes que semanales. El cobro de los salarios también puede ser varias veces al mes (no lo fue en el caso argentino) porque de otra manera, termina siendo imposible alimentarse. La huída de la moneda es terminal, perforando la demanda de dinero aunque más no sea la de motivos transaccionales piso tras piso. Surge claro entonces que un proceso como el actual de tasas de inflación del 55% anual si bien alcanza niveles elevadísimos, dista notablemente de alcanzar niveles hiperinflacionarios. Debería haber una tasa inflacionaria de 55% mensual para que se pueda hablar de hiperinflación. Dicho sea de paso, recordemos que tras la guerra de Malvinas y hasta la irrupción del Plan Austral en 1985 Argentina vivió altísimos guarismos de inflación, la cual alcanzaba comúnmente números de dos dígitos al mes, llegando incluso al 30% mensual antes del lanzamiento de la nueva moneda y sin embargo nadie hablaba de hiperinflación en aquella época por una causa sencilla: no la había. Había –es cierto– una superinflación, pero la hiperinflación es otra cosa. Hay la misma diferencia que entre una fortísima sudestada y el huracán Katrina. Es necesario aclarar esto porque los economistas que se equivocaron en 2018 al predecir una hiperinflación que no se materializó empiezan a sumar la inflación de varios períodos en forma acumulada, la muestran toda junta y dicen “he aquí una hiperinflación: entre 2015 y 2018 Argentina padeció un incremento de precios del orden del… 200%”. Y no es así. Como decía Einstein, cada día sabemos más y entendemos menos. Eso nunca fue una hiperinflación. Ni siquiera estuvo cerca. Por gran distancia. Aunque parezca paradójico, padecer una hiperinflación es como estar enamorado: uno sabe de qué se trata recién cuando lo siente, por lo cual es casi innecesario explicarlo con anticipación. Y la verdad es que hoy la economía argentina parece estar lejos de padecer una hiperinflación. Si bien el déficit fiscal consolidado –operativo, más intereses de la deuda, más cuasifiscal del BCRA– es muy alto y bien calculado por encima del 10% del PBI, es factible un financiamiento no hiperinflacionario. Aún teniendo en cuenta que las Leliq –que originan cerca de la mitad de todo el déficit estatal– rinden cerca del 7% mensual, los pasivos monetarios totales del BCRA están creciendo a no más del 4-5% mensual: un ritmo lejanísimo del necesario para causar una hiperinflación. Sería necesario un desfase entre emisión monetaria y demanda de la misma de –por poner una cifra– diez veces eso de manera mensual para estar en una hiperinflación y hoy ese desfase está en el 4% por mes. No solo el crecimiento descontrolado y creciente de la oferta monetaria es la variable que explica el nacimiento de una hiperinflación. La extinción de las reservas externas es el otro. Incluso esta última es la causa primordial y principal de una hiperinflación. Vale decir que es necesario que un nivel de tipo de cambio impensablemente alto sea rápidamente alcanzado y sobrepasado en un breve período de tiempo para estar en hiperinflación. ¿Estamos hoy cerca de esa situación? La verdad es que no.

Aunque las reservas descendieron de una manera poco menos que brutal desde las PASO hasta la semana pasada, el nivel de reservas líquidas netas, incluyendo los encajes de los depósitos en dólares (recordar que el dinero es un bien fungible) totalizan un nivel por encima de los u$s 15.000 millones, una cifra más que suficiente para aventar el riesgo de una hiperinflación teniendo en cuenta que los depósitos a plazo fijo en pesos –los que pueden dar inicio a una hiperinflación– son solo el equivalente a u$s20.000 millones. Quien lo dude puede hacer memoria y recordar que la primera hiperinflación argentina concluyó cuando el país vendió su embajada en Japón logrando hacerse con un par de centenas de millones de dólares. Y la segunda cuando Argentina convirtió de manera compulsiva los bonos de la deuda interna y los plazos fijos en pesos en BONEX 1989. Vale decir que la decisión en aquella época de defaultear la deuda interna y los plazos fijos bancarios terminó por provocar un final abrupto de la segunda hiperinflación. Cabe recordar que este Gobierno comenzó a reprogramar los vencimientos de deuda de este año de manera compulsiva, y de manera hasta el momento voluntaria los correspondientes al cuatrienio 2020/2023. A ello debe agregársele que Alberto Fernández ha expresado varias veces que Argentina se encuentra en una especie de “default encubierto” merced a los créditos del FMI que hacen que la bancarrota no se note. Vale decir que ni este Gobierno que se está yendo ni el que viene van a arriesgar desmedidamente el nivel de reservas, por lo que por la misma causa por la cual se extinguió la segunda hiperinflación de fines de 1989 es que se puede pensar que no están dadas las condiciones para la recreación de una en el presente. Claro que los pronósticos en Argentina nunca pueden hacerse por tiempo indeterminado ni en forma permanente. Pero en principio puede decirse que en toda la transición entre gobiernos que se aproxima no hay ningún factor –absolutamente ninguno– que haga pensar en la chance de la irrupción de un fenómeno hiperinflacionario. ¿Podemos entonces padecer tasas de inflación sustancialmente superiores a las actuales? Si, podemos. ¿Podemos tener que sincerar un default? Sí, puede pasar. Y es probable. ¿Puede haber toda clase de problemas financieros relacionados con los pagos? Puede ocurrir. La chance hoy es difícil de cuantificar, pero puede ser. ¿Puede haber otra hiperinflación a meses vista? Luce muy improbable. ¿Por qué entonces se sigue escuchando que Argentina puede caer en hiperinflación? Desde aquí no podemos responderlo, máxime cuando es patente que la creencia de una nueva e inminente hiperinflación se debe a la traspolación a la economía de un pensamiento justiciero del terreno de la ética o la religión. Pero Albert Einstein tal vez si pudo dar en la tecla, cuando lanzó otras de sus famosas frases: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. De la primera no estoy muy seguro”.