LUNES, 07 DE OCT

La solidaridad y la humanidad no tienen precio

El egoísmo y la indiferencia que transforman la angustia en entretenimiento para los privilegiados son manifestaciones deplorables de nuestra época. Una época en la que la desesperación de otros se convierte en un espectáculo exótico para los favorecidos.

 

Por Jean Mary Kesner*

En un mundo marcado por desigualdades crecientes y crisis migratorias intensificadas, es crucial recordar nuestra humanidad compartida. Independientemente de nuestras condiciones de privilegio o de dificultad, todos enfrentamos necesidades fundamentales y vulnerabilidades comunes.

La solidaridad y la compasión no deberían ser elecciones, sino imperativos, especialmente hacia aquellos que han sido obligados a abandonar su tierra natal debido a conflictos o persecuciones. Este artículo busca subrayar la importancia de extender la mano a los migrantes y denunciar la indiferencia y crueldad que frecuentemente caracterizan las actitudes hacia ellos.

Todos somos seres humanos, unidos bajo el mismo cielo, bañándonos en la luz del mismo sol y respirando el aire compartido por todos los mares. Aunque hayamos nacido en diferentes rincones del mundo y nuestros entornos varíen, enfrentamos las mismas debilidades y vulnerabilidades frente a estos elementos naturales que nos superan.

Sin embargo, en este vasto mundo donde la suerte y el destino trazan caminos tan distintos, tenemos la responsabilidad de ofrecer apoyo a quienes, obligados por fuerzas externas, se encuentran desposeídos de todo.

La historia está llena de ejemplos de sociedades donde individuos que una vez padecieron miseria y opresión se levantaron para comprender y apoyar a quienes atraviesan dificultades similares. Las migraciones forzadas, como las observadas durante la Segunda Guerra Mundial o más recientemente debido a los conflictos en Venezuela, Siria o Afganistán, nos recuerdan que el exilio a menudo resulta de circunstancias fuera del control de las personas afectadas.

Hoy en día, sin embargo, estamos presenciando un fenómeno desconcertante: la miseria de los migrantes a veces se reduce a un espectáculo para una élite desentendida, mientras que estos últimos enfrentan indiferencia o crueldad.

El egoísmo y la indiferencia que transforman la angustia en entretenimiento para los privilegiados son manifestaciones deplorables de nuestra época. Una época en la que la desesperación de otros se convierte en un espectáculo exótico para los favorecidos, mientras que aquellos que luchan por conseguir un simple plato de comida al día son ignorados.

Este contraste entre la riqueza de unos y la miseria de otros refleja una deshumanización preocupante. Muchos grandes burgueses, cuyos ancestros quizás conocieron las dificultades del éxodo forzado, parecen ahora ver en la miseria de los migrantes un mero objeto de entretenimiento, olvidando que los privilegios adquiridos no deben convertirse en instrumentos de dominación.

La situación es aún más alarmante cuando se considera a aquellos obligados a abandonar su tierra natal no por elección, sino por necesidad. Estas personas han cruzado mares tumultuosos y han atravesado fronteras desgarradas debido a circunstancias impuestas por quienes siembran la guerra y la inestabilidad.

Estos padres, madres y niños, cuyas vidas han sido transformadas por fuerzas que no podían controlar, merecen ser escuchados y apoyados. Como afirmaba Hannah Arendt, el reconocimiento de la dignidad humana es fundamental para la justicia y la solidaridad (Arendt, *La condición humana*, 1958).

Es hora de romper el silencio que asfixia estas almas y ofrecerles la posibilidad de compartir sus historias. Es hora de dejar que fluyan las lágrimas contenidas durante tanto tiempo, de encontrar fortaleza en esta vulnerabilidad que han escondido.

Acoger estas voces y brindar un apoyo sincero es esencial no solo para reparar vidas rotas, sino también para recordarnos que nuestra humanidad se manifiesta en nuestra capacidad de ayudar a quienes lo necesitan. Como señaló Albert Camus, “La humanidad no se compone más que de fragmentos de solidaridad” (*El hombre rebelde*, 1951).

En última instancia, nuestra responsabilidad como miembros de una comunidad global es actuar con compasión y solidaridad. La acogida y el apoyo a los migrantes no deberían ser actos aislados, sino expresiones de nuestra humanidad colectiva.

Al abrazar esta vulnerabilidad compartida, encontramos la fuerza necesaria para superar obstáculos, desafiar injusticias y transformar sueños rotos en esperanzas renovadas. En la aceptación de nuestra propia fragilidad, podemos reconstruir, tejer nuevos lazos y crear un mundo donde cada ser humano, sin importar su pasado o su situación, tenga la oportunidad de prosperar y alcanzar sus aspiraciones.

*Politólogo haitiano graduado en la Universidad Nacional de Rosario.

Foto AP/Ariana Cubillos

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