Por Alan de Benoist

Inédito. Covid contra Goliath. La vuelta a las fronteras; el aplazamiento de las reformas antisociales; el abandono de los criterios de Maastricht: lo que ni los Chalecos amarillos, ni sindicatos, ni ecologistas ni insumisos habían llegado a conseguir, un minúsculo virus que no mide más de un micrón lo ha conseguido en algunas semanas. El confinamiento ha sido un drama para muchas personas, pero ha tenido también sus cosas buenas. Revalorización de los entornos rurales, parada brutal en la carrera por el crecimiento, retroceso en el transporte aéreo, fin del turismo de masas. ¡Nada de Festival de Cannes, ni Día del Orgullo Gay, ni Festival de Avignon! Ayer, era el “todos en marcha”; hoy es “quédate en casa”. Vuelta al silencio, vuelta a la calma. Liberada del dominio del Gestell, la naturaleza ha podido respirar; los animales también. Con la bajada de la contaminación, la epidemia ha salvado quizás más vidas de las que ha segado. ¡Gracias por este momento!

Mentiras de Estado

Prever. “Gobernar consiste en prever”, decía Émile de Girardin. Si es cierto eso, entonces no nos gobierna nadie. En efecto, es ridículo decir que semejante epidemia era “imprevisible”. Después del Sida (34 millones de muertos), después de la “gripe asiática” de 1957 (varios millones de muertos) y la “gripe de Hong Kong” (un millón de muertos), no es más que la cuarta pandemia mundial que se produce en menos de medio siglo. Y también hemos tenido la gripe aviar, la enfermedad de las vacas locas, el Ébola, el SRAS, el virus H1N1, sin olvidar el sarampión, el dengue o el chikungunya. Cuando se habla del principio de precaución, se supone que se contemplan este tipo de cosas. Pero no había nada previsto. Nada. Ni mascarillas, ni tests de diagnóstico, ni camas suficientes, ni aparatos respiratorios: faltaba de todo. Hemos asistido a una larga lista de confusiones, declaraciones contradictorias y mentiras de Estado. Solo hemos empezado a reaccionar en el momento en el que se registró a los primeros fallecidos. ¿Nos imaginamos al capitán del Titanic anunciar la petición de botes y chalecos salvavidas en el momento en el que el barco se hunde?

Incluso en la Edad Media, el confinamiento de las personas con buena salud no fue nunca una solución para terminar con una epidemia. Solo se llega a ello cuando no se ha previsto nada. Es una confesión de impotencia. Lo que se espera es ganar tiempo confinando a la gente hasta ni se sabe cuándo. En Europa, los países que han resuelto mejor la situación, porque estaban mejor equipados, son los que menos han recurrido al confinamiento generalizado. Y no hablemos ya del escándalo de las mascarillas, que se destruyeron en algunos sitios a millones, antes de proclamar que no eran útiles, para decir después que serán obligatorias.

¿Por qué no había nada previsto? Dos razones: el presentismo y los recortes en el sistema de salud. A los dirigentes actuales no les gustan los tiempos largos y solo razonan a corto plazo. El futuro que se presenta más allá de la próxima cita electoral no les interesa. Por otra parte, están dominados por los principios de la ideología liberal. Se ha querido imponer las reglas del mercado a un sector público que está, por definición, fuera del mercado. De ahí los recortes presupuestarios que han dejado al hospital público con una dependencia enorme. Hoy en día, los poderes públicos no saben qué hacer para agradecer su trabajo al personal sanitario, pero estos no son unos ingenuos. No han olvidado la manera en la que se trataban sus reivindicaciones cuando decían que el sistema hospitalario estaba a punto de hundirse porque faltaba de todo. La ausencia de soberanía sanitaria y la dependencia de China han hecho el resto.

Mundialización. El coronavirus ha salido del laboratorio de una mundialización que se ha convertido en viral ella misma. La mundialización no es responsable de la aparición de la epidemia, pero sí lo es de su velocidad de propagación. La rápida multiplicación de las epidemias infecciosas es también la consecuencia de nuestro dominio cada vez más grande del medio natural. En un planeta ya muy poblado, la contaminación, la reducción de la biodiversidad, el turismo de masas, la mundialización de los intercambios, el nomadismo planetario y el consumo desmedido tienen también su parte de responsabilidad. El mundo técnico-mercantil lleva dentro de él la catástrofe, y los Estados, que han perdido su soberanía, se encuentran también tan dependientes como los abuelos relegados en sus asilos. El virus circula por todas partes.

Sin ninguna sorpresa, la primera víctima de la epidemia ha sido, pues, el mito de la “mundialización feliz” y la felicidad mediante el librecambio. Los que habían creído compensar la desindustrialización mediante la industria turística han comenzado a darse cuenta del error, y los “ciudadanos del mundo” se han evaporado bruscamente. Ya no son los habitantes del medio rural sino los de las ciudades los que se han convertido en motivo de compasión. La mundialización no va a desaparecer, ciertamente, pero se va a topar con un escepticismo creciente. Lo que muere es la idea de una aldea planetaria habitada por perpetuos nómadas; la idea de que una sociedad puede funcionar sobre la única base del contrato jurídico del intercambio mercantil, y que el orden humano resulta de la regulación técnica de los flujos. Lo que vuelve es la idea de una primacía de lo común. Gran lección del retorno de las fronteras: cuando se rechaza tener puertas, uno se topa con un muro.

¿Dónde está Europa?

“Europa tiene todas las claves para ofrecer al mundo el antídoto contra el Covid-19”, decía Macron, sin risas, el 12 de marzo. ¿De qué se ha preocupado Europa durante esta crisis sanitaria? De su extensión hacia Albania. No es Europa la que ha venido a socorrer a Italia, sino China, Rusia y Cuba. La Unión Europea se ha revelado como lo que es: un no-ser, que no sabe más que poner a funcionar la plancha de los billetes para fabricar endeudamiento. La Unión Europea está también en estado de disnea respiratoria. Los abuelos en sus residencias dan una buena imagen de lo que es: el Gran Hospicio occidental. La “nación emprendedora” de Macron está en cuidados paliativos. La Corte constitucional de Karlsruhe, con su rechazo al programa de compra de deuda pública lanzado por la BCE, viene a recordar la superioridad del derecho alemán sobre el derecho supranacional. ¿Cuáles son las consecuencias para el euro? Para nuestra salud, dependemos de China; para nuestra defensa, dependemos de Estados Unidos; para nuestra política económica, dependemos de Bruselas. ¿Dónde está Europa?

Antropología. Toda crisis revela las bondades y los peores instintos. La crisis sanitaria ha sido un buen ejemplo: como cada vez que el momento es importante, se ha visto surgir el sacrificio de uno mismo y también la cobardía. Hemos visto oponerse los egoístas a los generosos; los delatores a los solidarios. Son las crisis, las catástrofes y las guerras las que mejor expresan lo que las personas son. Ahí se termina la farsa.

La muerte. “Quien enseñe a los hombres a morir, les enseñará a vivir”. decía Montaigne. En la era del transhumanismo, la epidemia nos recuerda la finitud humana. La muerte nunca ha sido, ciertamente, una perspectiva agradable pero, en el pasado, sabíamos que era indisociable de la vida. Y, sobre todo, considerábamos que había cuestiones peores que la muerte que, llegado el caso, merecían que se sacrificara la vida por ellas. La muerte era entonces familiar; ahora se había convertido en algo extraño. Se la observa como algo escandaloso, casi como un atentado a los derechos humanos; más todavía cuando consideramos que no hay nada peor que la muerte (ni nada después, por supuesto). En esta sociedad en vías de “residencialización”, donde la economía productivista ha hecho de los mayores unos “objetos de desecho” (J. Julliard), las personas ya no se mueren: se “marchan”, “nos dejan”. La negación de la finitud de los seres es una de las claves del pensamiento progresista, que sueña con una vida eterna y un futuro infinito. El Covid-19 ha cambiado eso también. El lúgubre sepulturero que contabiliza cada día los muertos en la televisión y los reportajes cotidianos sobre los mortuorios nos recuerdan nuestra condición. Ayer, se escondía la muerte; hoy, se hace el recuento cotidiano todas las tardes. Y el sueño de vencer a la muerte nos aparece como lo que es: los no-muertos son unos zombis.

¿La economía o la vida? Arriesgarse al suicidio económico o afrontar la finitud humana, he ahí el dilema para aquellos que sitúan la economía por encima de lo humano y la prolongación de la vida por encima de su contenido. ¿Salvar la economía o salvar vidas? En Europa, se prefirió, al menos al principio, salvar vidas “cueste lo que cueste”. Al otro lado del Atlántico, Trump (“¡El capitalismo no se para”!) y, sobre todo, Bolsonaro eligieron la opción inversa, lo que da la medida del interés que estos seudo-populistas tienen por sus pueblos. Trump y Bolsonaro prefieren los bienes a los vínculos, las ganancias a las relaciones, la competencia a lo social, los rentables a los improductivos, el beneficio a la gratuidad. Las cosas tienen el mérito de estar claras.

Pero ¿de qué vida hablamos? Raymond Ruyer hablaba de “pueblos vivientes a largo plazo”, pero los individuos no pueden caracterizarse así. Los griegos distinguían zoé, la “vida desnuda”, la simple existencia biológica, y bios, el modo de vida, la vida plenamente vivida. En nuestros días, nos preocupamos mucho del alargamiento de la esperanza de vida, es decir, de su duración nada más, pero casi nunca de su contenido. Queremos vivir, sí, pero ¿de qué forma, según qué principios y por qué razones? La razón de nuestra presencia en el mundo es indisociable del sentido que se le atribuye. ¿Para qué vivir si no se le da ninguno? Hemos llegado a pensar que la vida se confunde con la salud. “La búsqueda de la buena vida ha dejado su sitio a la histeria de la supervivencia” (Byung-Chul Han). Aquellos que quieren sobrevivir con más ganas son también los que nunca han vivido.

Estrategia del caos

La “guerra”. “Estamos en guerra”, dijo Macron. Qué guerra más extraña, donde el frente se confunde con la retaguardia; donde la movilización total consiste en quedarse en casa y donde se supone que se gana la batalla lavándose las manos. Una guerra, sobre todo, donde uno no quiere arriesgarse a salir de las trincheras. Sin embargo, incluso una guerra de este tipo, hay que prepararla. Si no, se rememoran derrotas pasadas. Habría sido mejor si Macron no hubiera pronunciado la palabra.

Estado de excepción. El estado de urgencia sanitaria es un estado de excepción. La situación de excepción está para recordar quién es soberano. En el caso del Covid-19, los poderes públicos se han puesto en manos de expertos médicos, capaces de afirmar con la misma seguridad una cosa (las mascarillas no sirven para nada) y lo contrario (hace falta mascarillas para todo). En lugar de decidir por sí mismos, se han parapetado detrás de los oráculos dispensados por “aquellos que saben”. Pero los grandes sacerdotes de la religión de la Ciencia no valen más que los teólogos, y la pretendida “neutralidad epistemológica” de los sabios contribuye, sobre todo, a la despolitización. Queda por demostrar que son más creíbles que los infectólogos autoproclamados que vemos multiplicarse en los medios de comunicación.

Vigilancia y biopoder. No solo los liberales creen que el hombre prefiere, en cualquier circunstancia, la libertad a la servidumbre. Sabemos, desde hace mucho tiempo, que las gentes prefieren su seguridad a su libertad, que prefieren vivir vigiladas antes que arriesgarse a morir siendo libres. Toda pandemia es, en primer lugar, una epidemia del miedo. El miedo hace aceptar las restricciones más monstruosas en lugar de las libertades individuales. Es una estupenda excusa para reforzar la vigilancia y el control. La clase dirigente no puede resistir a la tentación de manipular el miedo. Estrategia del caos: primero, creamos el caos; después, se instrumentaliza el miedo al caos. Es lo mismo con el terrorismo, la delincuencia y la muerte. El confinamiento ha sido, respecto a esto, una gran prueba de docilidad. Probar la docilidad de las masas es el elemento principal de la ingeniería social.

Evocando el “modelo disciplinario de la peste” (por oposición al modelo de la lepra, fundado en el rechazo a los leprosos), Michel Foucault lo llamaba el “biopoder” ‒el viejo sueño de transformar a los ciudadanos en pacientes permanentes (en los dos sentidos de la palabra). El biopoder es un poder cuyo objetivo consiste en la administración y la gestión de los cuerpos mediante procedimientos médicos y burocráticos a la vez: no se trata solo de gobernar a los individuos, sino de controlar a la colectividad mediante la higiene, la alimentación, la sexualidad. Por encima de la salud, el objetivo es someter a todas las relaciones sociales a las mismas reglas de “transparencia”.

El cordón sanitario no es ya solo el arma utilizada contra los que piensan mal; se convierte en un principio social. El Estado maternal y sermoneador sueña con seguir de cerca a todos los ciudadanos, considerados como menores de edad. Poder de Estado y racionalidad médica se llevan bien en la esfera de las soluciones tecnológicas; teniendo como fondo la dictadura sanitaria, hecha de atención maternal profiláctica y de liberalismo autoritario. Drones; rastreo digital, pulseras electrónicas; geolocalización; reconocimiento facial; análisis de la retina; cámaras térmicas; controles biométricos; cribado de algoritmos; chips subcutáneos; espionaje de los teléfonos móviles: lo aceptaremos todo, puesto que es por nuestro bien. “El aliento del hombre es mortal para sus semejantes”, decía Jean-Jacques Rousseau. La epidemia ha acelerado la puesta en marcha del régimen de libertad vigilada. Las libertades suspendidas o suprimidas serán después integradas en el derecho común. “La urgencia tiene tendencia a perdurar” (Edward Snowden). Jacques Attali pregona la creación de una “policía mundial”. Estamos llegando a ello.

Después del coronavirus

Podemos soñar, evidentemente, con un cambio de paradigma: favorecer la producción local y los circuitos de proximidad; reducir la dependencia agrícola, sanitaria, industrial y tecnológica; volverse a centrar en los mercados interiores; empujar al comunalismo; salir de la colonización del valor de uso por el valor del intercambio. Reemplazar el corto plazo por el largo plazo, y el espacio corto por el espacio largo. Pero no debemos ser ingenuos. “¡Nada será como antes!”, es como el “¡Nunca más!”: ya sabemos de qué va eso. No se puede esperar una transformación política innovadora de una epidemia. Incluso si los intereses van a continuar disminuyendo, el capitalismo va a adaptarse como se adaptó después de 1929, para continuar con la sobreacumulación del capital a escala planetaria. Las fuerzas dominantes, que quieren cerrar lo más rápido posible el paréntesis, van a intentar, con todas sus fuerzas, volver a poner en marcha la megamáquina (“business as usual”). No es la epidemia la que va a abrirles los ojos, sino la crisis económica y social que viene después. El postcoronavirus será más destructor que el coronavirus mismo.

En 1929, una crisis financiera trajo una crisis económica. En 2021, la crisis económica podría traer una crisis financiera planetaria. En el mejor de los casos, incluso sin segunda ola o vuelta de la epidemia, harán falta dos años para la “vuelta a la normalidad”. En un sector privado ya debilitado por la desindustrialización y las deslocalizaciones, las pequeñas y medianas empresas se encuentran con unas tesorerías raquíticas. Después de dos meses de confinamiento, se contaban ya 38 millones de desempleados en Estados Unidos; 10 millones de empleados en paro parcial en Francia; sectores enteros arrasados; un endeudamiento que va a superar el 115% del PIB; una caída de ese mismo PIB cercana al 10%; millones de despidos o cierres que se están preparando. Europa ya ha entrado en recesión. Lo peor está todavía por venir. Debería llegar un movimiento social de gran amplitud. En definitiva, como siempre, serán las relaciones de poder las que traerán el resultado.

Vuelta a las clases (sociales). Mientras que los pasajeros descansan en la cubierta, son los ayudantes de máquinas los que hacen avanzar el barco. Durante la epidemia, son los más amenazados por el empobrecimiento los que han hecho vivir a la sociedad; son los que cobran menos los que se han revelado ser los más útiles socialmente (los “trabajadores indispensables”). Son las clases populares, ayer desacreditadas, las que han hecho que los países funcionen. Se ha redescubierto, así, en la simple reproducción material de la sociedad, la importancia de aquellos que Macron despreciaba diciendo que eran “nada” ‒que, de paso, han recuperado visibilidad social y consideración simbólica, condiciones primarias para la autoestima, que se les habían negado. No es a los inmigrantes sino al personal sanitario al que el pueblo de los balcones ha aplaudido. Pero ha sido también en las clases populares donde el confinamiento ha sido más difícil de vivir. ¿Chalecos amarillos en la crisis sanitaria? Se pide una nueva epidemia. Pero de ira.

Geopolítica de la epidemia. Atacando al virus “chino”, Donald Trump ha mostrado que quiere situar la crisis sanitaria en el contexto de su pulso con Pekín. Campaña de propaganda de todos los conservadores reaccionarios, que se apresuran en llamar a una reconstitución del “bloque occidental” contra la amenaza china. No hay que llamarse a engaño. La crisis sanitaria va a contribuir a poner las cartas sobre la mesa del poder político y geopolítico. Es China la que saldrá reforzada mientras que Estados Unidos quedará debilitado. Los europeos deberían alegrarse, aunque tengan que negociar con China (y Rusia) las condiciones de un nuevo acuerdo de socios.

Descontaminación. Estamos contaminados ya desde hace tiempo, como dice Emir Kusturica. El hundimiento del capital simbólico (Pierre Legendre) ha precedido al hundimiento de las barreras inmunitarias, con un efecto parecido. Hace ya dos siglos que estamos confinados en la misma ideología perjudicial, y hay muchas cosas contra las que ya habría llegado la hora de vacunarse. Habrá otras epidemias en el futuro, y no está descartado que sean mucho más destructoras.

© Traducción: Esther Herrera Alzu. Fuente: Éléments pour la civilisation européenne