La cultura del permanente enfrentamiento para hacer primar una opinión sobre otra en relación a cualquier tema es algo cotidiano, sobre todo en situaciones en la que nos esforzamos en imponer nuestra forma de ver las cosas frente a una postura diferente, que a nuestro personal modo de ver, está absolutamente equivocada.

El primer punto a observar es que en el mismo momento en que nos obsesionamos en hacer prevalecer nuestra idea, dejamos de oír al otro y mientras lo miramos simulando escuchar, continuamos mentalmente elaborando la contraofensiva, es decir, el diálogo se transforma en un monólogo cuyo único objetivo es convencer al ocasional adversario sobre lo acertado de nuestra postura, y de ser posible, hacerle reconocer que está equivocado, que sería el objetivo de máxima y casi orgásmico por decirlo de alguna manera: Ser el victorioso héroe de la discusión.

Lo que podríamos plantearnos es adonde nos conduce esta situación, cuales son sus beneficios, y de que sirve ser el ganador de una discusión, cuando el diálogo verdadero consiste precisamente en que cada uno exprese su opinión, escuche al otro, y luego continúe tranquilamente su vida pensando lo que considere más adecuado; y lo peor de todo es que en general también nos perdemos la oportunidad de escuchar cosas interesantes y de aprender algo nuevo, pero no, preferimos ser el ganador. Y Si por casualidad nos sentimos derrotados, también sufrimos una enorme e inútil pérdida de energía, además del sentimiento negativo que nos llevará buen tiempo superar.

El punto de inflexión siempre es el enojo. A medida que la discusión avanza nuestro estado de ánimo suele empezar a modificarse de tal manera que hasta comenzamos a sentir sensaciones de ira, y allí es aconsejable detenerse y meditar, porque algo muy frecuente es que cuando empezamos a enojarnos, estamos equivocados, así de sencillo y sin vueltas. Por más excusas que busquemos, la irritación obedece por lo general a esa sola y exclusiva causa, el que tiene la razón es el otro, y como no nos gusta ceder, comenzamos a ponernos cada vez más serios o a levantar el tono de voz

¿Suena conocido?

Este sencillo ejemplo individual puede trasladarse a las conductas grupales y sociales, muy estimulado por quienes lo saben perfectamente y es precisamente lo que buscan, la pérdida de control de algún grupo disidente que siguiendo las provocaciones emanadas desde cualquier sector, comience a desarrollar conductas violentas y a producirse enfrentamientos entre diversos colectivos sociales, que casi siempre terminan en el choque de pobres contra pobres.

En momentos difíciles es fácil ceder a la tentación de pensar que tenemos a mano todas las soluciones, y que si los otros hicieran lo que nosotros estamos proponiendo de inmediato se solucionarían todos los problemas, y ello no sólo no es así, sino que casi siempre sucede lo contrario. La historia está llena de ejemplos de generales victoriosos en mil combates, que terminaron llevando a sus pueblos a la ruina y a los sitios más bajos para sí mismos y para los demás seres humanos.

Somos incapaces de vivir aisladamente, es imprescindible hacerlo en forma gregaria, y el primer requisito para formar un grupo es la tolerancia del otro y la realización de los mayores esfuerzos por salirnos de nosotros mismos en pro de la vida en comunidad, y no existen muchas maneras de hacerlo, porque no es posible convivir en mediana armonía sino sobre la base del amor, que en su etimología significa a (sin) mor (muerte), o sea, el mejor camino hacia la sobrevivencia de la especie.

Por supuesto que no es fácil pero tampoco imposible. Como muy razonablemente supo decir Indra Devi tantas veces: “El problema de las desigualdades y del hambre puede solucionarse de manera muy sencilla, sólo hace falta que cada uno de nosotros brinde amor desinteresado, apoyo y ayuda a una sola persona, y el mundo cambiaría en un par de generaciones”.

La cuestión es lo que escojamos: Tener la razón, o ser razonables.

Hugo March – [email protected]