Por Rubén Alejandro Fraga

“El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad, libros que encierren la violencia de un «cross» a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y «que los eunucos bufen». El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la «Underwood», que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora”. La cita –un fragmento del prólogo de Los lanzallamas– es del escritor, periodista e inventor Roberto Arlt, de cuyo fallecimiento se cumplen esta semana 75 años.

Genio casi analfabeto, bajo el influjo de sus heterogéneas lecturas –Dostoievski, Ingenieros, Baudelaire, Quevedo, Dickens, Proust– Arlt fue construyendo una literatura marginal y opuesta a la estética dominante, que fue combatida por aquellos que preconizaban el “buen uso” de la lengua para preservar la identidad nacional.

Con todo, como Silvio Astier, el protagonista de su primera novela El juguete rabioso y como los inmigrantes entre quienes se crió en su barrio natal, el estilo de Arlt entra por la ventana, toma por asalto las bibliotecas con un enérgico gesto de alegría, “como frente a un cadáver, un coro de gitanos”.

Se lo conocía como al loco del mechón negro sobre la frente, que recitaba párrafos de sus novelas a los canillitas, a los parroquianos de los bares y a los desprevenidos peatones con los que cruzaba por la porteñísima calle Corrientes. Pero, por sobre todo, fue un agudo observador de su realidad y un ácido cronista de su época.

Según consta en su partida de nacimiento, Arlt nació a las 11 de la noche del jueves 26 de abril de 1900 en La Piedad (hoy Bartolomé Mitre) 677, en el barrio porteño de Flores. Roberto fue el segundo de los tres hijos del matrimonio formado por Karl Arlt, un alemán con aspecto rudo nacido en Posen (hoy Poznan, Polonia), y Ekatherine Iobstraibitzer, una campesina austríaca oriunda de Trieste y de lengua italiana, que en sus más secretas fantasías soñaba con tener como marido a un músico como Richard Wagner o a un filósofo como Friedrich Nietzsche.

No queda claro por qué él se hacía llamar Roberto Godofredo Christophersen Arlt, si ése no era su verdadero nombre. Tampoco por qué cambiaba la fecha de su nacimiento en los reportajes y decía alternativamente haber nacido el 2 o el 7 de abril. “Me llamo Roberto Christophersen Arlt y nací en una noche del año 1900, bajo la conjunción de los planetas Saturno y Mercurio”, escribió cierta vez, prefiriendo las nociones astrológicas a la precisión del calendario, quizás con la intención de contribuir en la construcción de su propio mito.

En la biografía de Arlt titulada El escritor en el bosque de ladrillos (Sudamericana, 2000), la investigadora Sylvia Saítta afirma con la seguridad que dan los documentos que la fecha del nacimiento del escritor es el 26 de abril. Y basa sus afirmaciones en los datos constatados en la partida de nacimiento del Registro Civil de Buenos Aires. “Los datos fueron aportados por su padre, Karl Arlt, y el nacimiento fue inscripto en el Registro Civil el 2 de mayo. Puede ser que de ahí surja la confusión”, explicó como hipótesis.

Lo cierto es que la posibilidad de narrar fascinó a Arlt desde la infancia, inspirado tal vez por los versos de Dante y Tasso que le recitaba su madre. Y se jactaba de que con tan sólo 8 años de edad ya había vendido, por cinco pesos, su primer cuento.

Pero el carácter de su padre, un ex militar desertor del ejército prusiano, soplador de vidrio y a la vez capaz de confeccionar tarjetas postales art nouveau, no facilitó la inserción de Roberto en el hogar de la familia, que abandonó en 1916.

Aunque hasta esa fecha había asistido a varias escuelas, sólo cursó hasta el tercer grado de la primaria. Autodidacta e intuitivo, aprendió sobre todo en las calles del barrio porteño de Flores, donde transcurrió buena parte de su infancia y adolescencia. En una de sus aguafuertes atribuiría años después la culpa de la deserción escolar a su apellido, que con tres consonantes y una vocal –aseguraba– predisponía a los maestros en su contra.

Inútil en todos los oficios

“De los 15 a los 20 años practiqué todos los oficios. Me echaron por inútil de todas partes”, contó una vez. Es que la necesidad lo hizo pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, mecánico, editor de un “periodicucho”, trabajador del puerto, peón en una fábrica de ladrillos y hasta estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), por recordar sólo algunas de las múltiples ocupaciones que llenaron sus días.

Un matasellos y una máquina de prensar ladrillos le dieron las primeras y tempranas ocasiones de comprobar la escasa atención que iba a merecer su persistente carrera de inventor, pasión que había de encontrar un eco notable en su obra literaria.

En 1916 inició su trabajo de periodista, tarea con la que intentaría resolver sus problemas económicos y que le permitió relacionarse con los círculos literarios porteños. En esa fecha dio a conocer su primer cuento, “Jehová”, con el que comenzó su carrera de escritor. Luego vendría “Diario de un morfinómano” (1920).

Al comienzo de la década del 20 vivió en Córdoba y se casó con Carmen Antinucci, con quien tuvo una hija, Electra Mirtha.

Pintura de la vida puerca

En 1926 –el mismo año en que se editó Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes–, Arlt publicó El juguete rabioso, novela sobre un adolescente que se inicia como delincuente y termina como traidor a los suyos. En un tiempo de aparente prosperidad para el país, esa obra (que Arlt había titulado inicialmente como La vida puerca y había sido rechazada por el editor Elías Castelnuovo) parecía hablar de la crisis de los proyectos modernizadores del siglo XIX, que habían convertido a Buenos Aires en una babélica ciudad de inmigrantes, moradores de inquilinatos y conventillos cuya única realidad era la de las calles en que se desenvolvía su lucha por la vida.

Eran la cara oculta de una Argentina agitada por conflictos ideológicos y de clase, amenazada por una crisis económica inminente, observada por los militares que dominarían la escena política a partir de 1930. La excepcional lucidez de Arlt haría de esta primera obra, interpretable como la voz de los postergados por el sistema social vigente, el punto de partida de la novela argentina contemporánea. La valoración de esas aportaciones se vio afectada durante mucho tiempo por las polémicas que agitaron la vanguardia porteña de los años 20. Su capítulo más recordado es el de las diferencias reales o aparentes que enfrentaron a los grupos de Florida y Boedo.

Las razones de su acusado individualismo pueden encontrarse en sus experiencias personales, que determinaron en alguna medida la visión negativa de la institución familiar y de la mujer que ofrecen sus personajes, su temor de la miseria, la fascinación ante quienes mostraran poseer la fortaleza necesaria para sobrevivir solos en un medio social hostil. El juguete rabioso se alimentaba en buena medida de ese material autobiográfico, y descubría vidas difíciles en un Buenos Aires hasta entonces prácticamente ignorado. Las novelas Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) ampliaron después esa indagación con un tratamiento alegórico que la convertía en una reflexión sobre la sociedad argentina e incluso sobre la condición humana.

En 1932, Arlt publicó su cuarta y última novela, El amor brujo, en la que insistió en la presentación de personajes obsesionados por la felicidad y a los que la fantasía permite evadirse de una existencia gris.

La felicidad, la pérdida de Dios, el mal, la locura y la condición humana –sus temas obsesivos– reaparecerán en sus dos volúmenes de cuentos, El jorobadito (1933) y El criador de gorilas (1941) y en sus obras de teatro, como El humillado (1930), 300 millones (1932), Prueba de amor (1932), Saverio el cruel (1936), El fabricante de fantasmas (1936), La isla desierta (1938), África (1938), La fiesta del hierro (1940), y El desierto entra en la ciudad (1942). En ellas, Arlt combina el más crudo realismo con elementos de la farsa y el grotesco.

Las aguafuertes porteñas

Mientras tanto, en 1927, Arlt dio sus primeros pasos en el periodismo como cronista policial del diario Crítica (“Yo era uno de los cuatro encargados de la nota carnicera y truculenta que estaba obligado a hacer un drama hasta de un simple e inocuo choque de colectivos”, relataría años más tarde) y, entre 1928 y 1935, el diario El Mundo publicó sus aguafuertes, retratos cotidianos de los personajes de Buenos Aires, escritos en un tono entre cínico y cómplice que enseguida atrajo a los lectores. Tanto que los martes –días en los que aparecían los relatos de Arlt–, El Mundo duplicaba sus ventas. Entusiasmado, el director del diario, Carlos Muzio Sáenz Peña, empezó a publicarlos alternativamente en distintos días de la semana.

El recuerdo del día en que se publicó su primera columna lo acompañó durante toda la vida: “¡Cuántas preocupaciones cruzaron por mi mente aquel día!”, relataba. “Me había confeccionado una lista de lo que creía debían ser los temas a desarrollar en las columnas, diariamente. Logré reunir argumentos para 22 aguafuertes. Con qué emoción me preguntaba entonces: cuando se agote esta lista de temas, ¿de qué escribiré?”. Está claro que encontró la forma de que su lista de temas no se agotara, ya que escribió artículos durante 14 años.

Esos artículos periodísticos fueron posteriormente reunidos en los libros Aguafuertes porteñas (1933) y Nuevas Aguafuertes porteñas (1960). También se publicaron las Aguafuertes españolas, que Arlt escribió desde España y el norte de África en 1935, como enviado especial de El Mundo. Arlt también escribió en Última Hora, Don Goyo, Mundo Argentino y El Hogar.

Su prosa ingeniosa, desprolija y marginal –y con faltas de ortografía, dicen– le valió las críticas de muchos contemporáneos. “Escribe defectuosamente y parece que no se empeña en hacerlo mejor”, dijo uno de sus detractores. Arlt replicó: “Yo no escribo ortografía, escribo ideas, y podría citar numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen miembros de su familia”.

El periodista escritor

Más allá de las críticas, Arlt nunca se desvió de su propósito original. “Sobre todas las cosas –escribió en El juguete rabioso– deseaba ser escritor”. En sus últimos años se jactaba de haber escrito sus libros entre un trabajo y otro.

En general, los escribía en los pocos ratos que le quedaban libres. En una oportunidad contó: “El jefe de redacción del diario ha pasado un día a las 9 de la mañana por la redacción, otro a las 3 de la tarde y otro a las 9 de la noche, y me ha encontrado siempre rodeado de papeles, hecho un forajido, con barba de siete días, tijera descomunal sobre el escritorio y un frasco de goma agotándose. Entonces, se ha detenido frente a mí, diciéndome: «¿Se puede saber qué hacés? Escribís todo el día y no entregás una nota sino cada muerte de obispo». He tenido que contarle: «Querido jefe, confieso que aquí comienzo y termino mis novelas»”.

En 1940, poco después de morir su primera esposa, Arlt se casó con Elizabeth Mary Shine, de origen irlandés.

Arlt sobre el que otro escritor, el paraguayo Augusto Roa Bastos, escribió “Más que acercarse a una victoria, fue un artista que demoró heroicamente la derrota”, murió de un paro cardíaco el domingo 26 de julio de 1942, en el cuarto de una modesta pensión del barrio porteño de Belgrano, sin haber visto nacer a su segundo hijo, Roberto. Quizá, en esos momentos, sintió lo mismo que el día en que expresó: “Algún día moriré y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre y yo estaré muerto para toda la vida”.