Por Claudia Peiró- Infobae

La carta de Carlos III a su madre, Isabel de Farnesio, y a su padre, Felipe V, sorprende por la desenvoltura con la cual éste relata la intimidad de su noche de bodas y de su vida sexual conyugal.

Al momento de casarse, Carlos ya era Rey de Nápoles y Sicilia -más tarde se ceñiría la corona de España-; la novia elegida era María Amalia Walburga, hija del Duque de Sajonia, Federico Augusto II, más tarde Rey de Polonia. La joven tenía apenas 13 años -el novio 22- y, como veremos por las confidencias de Carlos a sus padres, todavía no menstruaba.

Leyendo las confesiones del futuro Rey de España sobre la primera vez con su esposa -revelada por César Cervera en un artículo en el diario español ABC, “La explícita carta entre Carlos III y sus padres”- resulta evidente que la mentalidad de la época no había sido alcanzada aún por el clima victoriano del siglo siguiente.

El pobre Carlos no era para nada agraciado, más bien todo lo contrario: heredaba el perfil de los borbones, de mandíbulas y narices salientes. Pero, según lo describen sus contemporáneos, tenía una agradable personalidad y era amable y sencillo en el trato.

La elección de la novia corrió por cuenta de sus padres; era natural que desearan saber cómo habían ido las cosas con la joven elegida. Por aquel entonces, la consumación matrimonial era un asunto de Estado. Recordemos que los siete años que se tomó Luis XVI -el rey que sería guillotinado tras la Revolución Francesa- para consumar su unión con María Antonieta, pusieron al reino de Francia al borde de una crisis diplomática con Austria.

A Carlos III no le ocurrió nada parecido. Todo lo contrario, como veremos. El matrimonio con María Amalia se celebró el 9 de mayo de 1738 en el Palacio de Dresde, en Sajonia, por poder, es decir, en ausencia de los novios, que recién se conocieron un mes después, en Portello, cerca de Milán.

Al novio, María Amalia le pareció “más hermosa que en el retrato” que, según la costumbre de la época, le habían hecho llegar a Carlos para que tuviera un anticipo del rostro de su futura esposa. Y ya sabemos que los retratos pintados no siempre hacen justicia al modelo. Al Rey de Nápoles, la personalidad de María Amalia también le cayó muy bien. Ella le pareció de carácter “afable y caritativo”, de “excelente corazón” y con “el genio de un ángel”.

La muchacha también tuvo una buena impresión de Carlos y les escribió a sus padres que “en su querido esposo” había encontrado “tanto amor y complacencia que la obligaban para siempre”.

Formada a la francesa, es decir, habituada a los placeres y los protocolos de la Corte: baile, música, cabalgatas y otras diversiones. Hablaba francés y bastante italiano, y en esos idiomas se entendía con su esposo al comienzo.

En España, en tanto, los padres de Carlos, Felipe V e Isabel de Farnesio, estaban ansiosos por saber cómo se habían desenvuelto las cosas y por carta le pidieron que satisficiera su curiosidad, algo que a Carlos le pareció lógico y natural porque “como padres me hablan a las claras”. Además, le resultó entendible la inquietud de sus progenitores, conscientes como él de que “a veces las jovencitas no son tan fáciles y yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores”.

La carta de Carlos III respondiendo al mandato paterno de informar sobre su noche de bodas y las posteriores se encuentra depositada en el Archivo Histórico Nacional del reino de España.

A continuación, un extracto del imperdible texto, del que sorprende la naturalidad con la cual el monarca se refiere a los más íntimos aspectos de la relación con su esposa:

“Para obedecer a las órdenes de VVMM [Vuestras Majestades] contaré aquí como transcurrió todo. El día en que me reuní con ella en Portella, me puse primero con ella en la silla de postas donde hablamos amorosamente, hasta que llegamos a Fondi. Allí cenamos en nuestra misma silla y luego proseguimos nuestro viaje sosteniendo la misma conversación y llegamos a Gaeta algo tarde. Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé y al cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo tiempo y desde entonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en que debíamos venir aquí, que como tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana sólo pude hacerlo una vez y aseguro a VVMM que hubiese podido y podría hacerlo muchas más veces pero que me aguanto por las razones que VVMM me dieron y diré también a VVMM que siempre derramamos al mismo tiempo porque el uno espera al otro”.

Carlos también les aclara a sus padres que su jovencísima esposa-niña todavía no tiene el período: “Diré a VVMM que todavía no lo tiene, pero que según todas las apariencias, no tardará en tenerlo; lo cual espero en Dios, en la Virgen y en San José”.

El período vino, en efecto, y con él una seguidilla de trece hijos, de los cuales sólo siete llegaron a la edad adulta, entre ellos, Carlos IV, futuro rey y padre de Fernando VII, el de “la máscara”, el soberano del cual se independizarían, a comienzos del siglo XIX, las colonias españolas de Sudamérica.

En cuanto al matrimonio de Carlos y María Amalia, todos los testigos coinciden en que fue muy feliz: contrariamente a lo acostumbrado en la época, la pareja durmió siempre en la misma alcoba y en el mismo lecho.

La Reina fue una esposa abnegada, consagrada a la vida matrimonial y doméstica, pero, a diferencia de la Farnesio, su suegra, no se interesó nunca por los asuntos políticos del reino. Cuando Carlos fue proclamado Rey de España -tras la muerte de su hermanastro Fernando VI, sin descendencia-, el matrimonio se mudó de Nápoles a Madrid. Pero apenas dos años después de su llegada a España, María Amalia murió de tuberculosis. “En 22 años de matrimonio, éste es el primer disgusto serio que me da Amalia”, escribió Carlos III, con triste ironía.

La reina había muerto joven, incluso para la época: tenía sólo 35 años cuando, el 27 de septiembre de 1760, dejó a Carlos viudo y desconsolado.

Al escribirle al papa Clemente XIII para darle la noticia del fallecimiento, le dice: “El dolor que me ocasiona tan irreparable pérdida es igual al tierno amor que le profesaba”..

Carlos III había sido un esposo fiel y no hay referencias a otras relaciones ni siquiera después de la muerte de María Amalia. Tampoco se volvió a casar. En carta a Bernardo Tanucci, uno de sus colaboradores en Sicilia, el rey decía que su corazón estaba «penetrado del más extremo dolor por la pérdida de lo que más amaba en este mundo”.

“Sólo Dios sabe cómo estoy -seguía escribiendo el desconsolado monarca-, y no me queda otro consuelo más que esperar firmemente en Él, que la habrá premiado con la vida eterna… Y espero de la Divina Misericordia que me ayude para resistir tan duro golpe…».